domingo, 28 de marzo de 2010

REFLEXIÓN CUARESMAL


Nos regala la Santa Madre Iglesia el santo tiempo de la Cuaresma para que -ejercitados en la oración, el ayuno y la limosna lleguemos a la conversión- tengamos con Cristo la Pascua y pasemos del pecado a la Vida de la Gracia.

Tiempo oportuno para la meditación del misterio de la Cruz, para la mirada con los ojos del alma del misterio de nuestra Salvación. Por esto te invito a que juntos volvamos nuestra mirada hacia el monte Gólgota, hacia aquel Calvario en el que se alzan tres cruces. En el centro Nuestro Señor, el Cordero Inocente que paga con su vida y su sangre el rescate de la esclavitud tuya y mía del pecado.

Cristo toma para sí «la muerte y muerte de cruz», afirma San Pablo, la más terrible y degradante de todas las muertes, pues era la de aquellos que cometían los más terribles delitos. Sin embargo, la asumió Él, el más inocente de todos, cargando sobre sí nuestros pecados y nuestras culpas y pagando así el precio de nuestra Salvación.

Él esta allí, en medio de dos malhechores, «uno a su derecha, y el otro a su izquierda» (Lc. XXIII, 33). Ellos, crucificados por sus culpas y delitos, mientras Él por las tuyas y las mías. ¿Al ver a los tres, no puedes contemplar al Señor y a nuestra propia imagen en los ladrones?, ¿nuestro pecado no nos hace merecedor de la más dura pena?, ¿acaso no rezas en el Pésame «pésame por el infierno que merecí»...?

En efecto, sabemos por experiencia propia y ajena, que en la vida se sufre, se sube al Calvario. ¿Y cual es nuestra actitud? Tú y yo somos crucificados. ¿Nuestra actitud será la de aquel ladrón que «blasfemaba» en contra de Cristo, que le pedía que se baje de la cruz y que los bajará a ellos increpándolo como si la misión del Mesías fuera para el tiempo «¿No eres acaso Tú el Cristo?» ?(Lc. XXIII, 39). ¿No te identificas en el momento del pecado con él, pues a pesar de saberlo lo niegas y te zambulles en las cosas de esta tierra, en el mundo y en tus pasiones? ¿Acaso no es en nuestra oración que muchas veces buscamos sólo la salvación del aquí y ahora, olvidando la Salvación del alma?.

Dime, lector amigo, ¿no es verdad que en este tiempo que nos ha tocado vivir ha sido uno de los mayores tiempos donde se ha negado, mas aún se desprecia, la cruz de Cristo, aún en ambientes cristianos?. Recuerdo que hace un tiempo me contaron de un Sacerdote que al hacerse cargo de su Parroquia el único cambio inmediato fue colocar un Crucifijo sobre el Altar, la reacción de un feligrés fue «Mis hijos no irán a una Iglesia donde haya un Cristo crucificado», a lo que acertadamente contestó el Sacerdote, entonces no irán a una Iglesia verdaderamente Católica. Pues sólo en la Cruz de Cristo está la Salvación y en ella la Iglesia, con Pablo, sólo se gloría.

¡Que distinto ha sido San Dimas, el buen ladrón! Contemplemos la escena junto a San Lucas: «Contestando el otro lo reprendía y decía: ¿Ni aún temes tú a Dios, estando en pleno suplicio? Y nosotros, con justicia; porque recibimos lo merecido por lo que hemos hecho; pero Éste no hizo nada malo» (Lc. XXIII, 40-41). Nos detenemos brevemente, para ver en estas palabras notas interesantes: 1- El temor de Dios. 2- De alguna manera el reconocimiento de la inocencia del Señor. 3- Reconocimiento de su culpa y aceptación de su pena. 4- El testimonio ante el otro ladrón a quien manda a callar.

Sigamos, pues: «Y dijo: Jesús acuérdate de mí, cuando llegues en tu reino» (Lc. XXIII, 42). Dimas reconoce al Rey que está en el Madero, y, como ya dijimos, sabiéndose indigno de alcanzar el Reino de Dios por sus propios méritos se zambulle en la Misericordia de Dios pidiéndole a éste que tan sólo se acuerde de él en su reino.

Misericordia Infinita y Gracia maravillosa que por su conversión y su fe manifiesta aún en el momento en que Cristo era más despreciado y aparece, a los ojos del mundo, vencido y derrotado, le toca escuchar aquellas dulces palabras del Maestro y que le valieron el Cielo: «En verdad, te digo, hoy estarás conmigo en el Paraíso» (Lc. XIII, 43).

Ojalá nosotros que no sabemos ni el día, ni la hora, vivamos siempre como si nuestro final estuviese cerca, zambullidos en el Mar de su Misericordia, y así podamos escuchar de Cristo las mismas palabras que el malhechor converso: «Hoy estarás conmigo en el Paraíso».

Tomado de El Caballero de Nuestra Señora
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