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martes, 14 de junio de 2022

EL ORGULLO INVENCIBLE DE LOS ATEOS FALSOS

“Los ateos que blasfeman, son falsos ateos. Yo no he creído nunca en la sinceridad del ateísmo que blasfema, y sufre el cólico de la muerte. Tengo una infinita lástima de esos ateos simulados porque tienen que ser creyentes que han perdido la esperanza, impenitentes finales que han cometido el único pecado que no se perdona, según la terrible sentencia del Evangelio: el pecado contra el Espíritu Santo, el pecado del orgullo invencible”.

Hugo Wast


lunes, 29 de agosto de 2011

EL "NOVENO" SACRAMENTO por Hugo Wast

Se ha llamado al dolor el "octavo" sacramento...

El santo y sabio teólogo inglés Padre Faber ha llamado al dolor el "octavo" sacramento(*).

No sé que nadie haya dicho nada más hermoso, profundo y cristiano acerca del instrumento inventado por Dios para salvar al mundo del exterminio.

Dios había creado al hombre concediéndole un don formidable, la libertad. Pareciera que el cántico de los cielos y de la tierra y de todas las criaturas que narran la gloria de Dios, Coeli enarrant gloriam Dei, no lo satisfacía, porque era un homenaje impuesto por la naturaleza de las cosas, no era una oración de un ser que pudiendo levantarse contra Él e insultarlo, a pesar de esa tremenda facultad, lo reconociera y lo adorase.

Y ese era el hombre libre. Pero el hombre se corrompió y se rebeló contra Él y lo insultó, y adoró a dioses que fabricó con sus manos. Y Dios se arrepintió de haberlo creado, según la misteriosa expresión de la Biblia, y decretó su exterminio y el de toda carne que se movía sobre la tierra: “Exterminaré – dice el Génesis -, de la haz de la tierra al hombre que he creado, y desde el hombre a todos los animales, desde los reptiles hasta las aves del aire, porque me arrepiento de haberlos hecho.”

Pero Noé, que era justo, halló gracia ante los ojos del Señor, que salvó en él la especie humana y con él una pareja de todos los animales, mientras las aguas del diluvio devoraban todas las estirpes.

Volvieron los hombres a poblar la tierra y volvieron a rebelarse y a delinquir, y toda carne corrompió su camino.

La balanza de la eterna justicia quedó desequilibrada por la prevaricación de aquel ser tan débil por el cuerpo, pero tan poderoso por el espíritu de libertad que poseía y que podía hacer frente a su Creador, el cual se detenía sobrecogido delante de su criatura.

“¿Por ventura se levantará el barro contra el alfarero y la vasija contra su hacedor?” – se pregunta Isaías espantado. Y he aquí justamente que el barro se levantaba contra el alfarero.

Podríamos decir, con audacia más aparente que real, que existía un límite para la omnipotencia de Dios, y era la libertad humana. La amenazante leyenda de las columnas de Hércules, el non plus ultra que creían leer los antiguos viajeros, se hallaba escrito en la frente del hombre, en letras que solo Dios descifraba, porque era su propia mano la que las había trazado: Nadie, ni siquiera tú que lo has creado, doblegará su voluntad, que será libre, ya que tú lo has querido.

¡Tremenda, pavorosa, inescrutable invención aquella! Para contrapesar el desequilibrio que la libertad del hombre introducía en sus planes, engendrando el pecado, Dios tenía que inventar otra cosa igual en grandeza e intensidad, e invento el dolor.

Es claro que pudo el Creador a la primera prevaricación del hombre haber petrificado sin aniquilar aquella formidable prerrogativa de su libertad, reduciéndola a la impotencia como hizo con los ángeles, condenando a los unos y confirmando a los otros.

Pero el libre albedrío humano era su obra maestra, la verdadera página de la Creación en que el Supremo Hacedor hallaba todas sus delicias, y prefirió salvarlo introduciendo en la economía de su creación que era obra de amor, ese incomparable factor del dolor o no sabría explicar la misteriosa y omnipotente energía que hay en el dolor, pero comprendo su inmensa dignidad al pensar que Dios no eligió como instrumento de redención ni la belleza, ni la sabiduría, ni el genio, ni el poder, ni la gloria, ni ninguna de todas esas grandes cosas que los hombres persiguen y adoran, y por las cuales venden sus almas, sino el dolor que es algo oscuro, de lo cual todos los seres huyen, y que sirve a la filosofía puramente humana como argumento contra la propia existencia de Dios, porque no entiende su función compensadora.

Y para dignificarlo más, y para que nunca más la libertad humana pudiera desequilibrar su balanza, aunque los pecados de los hombres formaran una montaña, cuyo cimiento bajara hasta el infierno, y cuya cumbre amenazara el cielo, arrojó en el platillo el peso infinito de la carne dolorida y adorable de su propio Hijo, que era Dios.

“Si alguna cosa fuera mejor y más útil para la salud de los hombres que el sufrir adversidades – dice Kempis -, por cierto que Cristo lo hubiera enseñado por palabras y ejemplos.”

Débese pensar además que el dolor no es solamente instrumento de redención, sino indicio de predilección de Dios hacia alguna criatura, de tal manera que los que no sufren, deben inquietarse por su desamparo, y llamar a las puertas de la misericordia, sin descansar, reclamando su porción de dolor, como un hijo reclama su herencia legítima.

Santa Ángela de Foligno nos dice con palabras inspiradas por el mismo Jesús: “Aquellos a quienes yo amo, comen más cerca de mí, en mi mesa y toman conmigo su parte en el pan de la tribulación, y beben en mi propia copa, el cáliz de la pasión.”

¡Pobres ciegos los que esto ignoran y se rebelan contra lo que es señal de predestinación! Por eso exclama el Eclesiastés: “¡Ay, de los que pierden los sufrimientos!”. Infinitamente profunda y consoladora es, pues, la afirmación del Padre Faber que hace del dolor el "octavo" sacramento.

Pero ¿no hay en el mundo algo que valga tanto o más que el dolor y que pueda ser llamado el "noveno" sacramento?

EL "NOVENO" MANDAMIENTO: LA SONRISA

Revoloteando alrededor de esas cosas sublimes, que devoran mi pequeño pensamiento como devoraría la llama de un volcán a una aturdida mariposa que se aproximara al cráter, he llegado a pensar que si, que hay algo que vale más que el dolor, porque siendo de su propia esencia, tiene un grado más de perfección, y que puede ser llamado el "noveno" sacramento... eso es la sonrisa.

Si mi pobre cabeza supiera penetrar sin extraviarse en el reino de lo abstracto y mi pluma tuviera costumbre de tratar de estas cosas altas, pienso que lograría escribir muchas páginas buenas y útiles porque me imagino que se puede hablar largamente sobre el valor teológico de la sonrisa.

Incapaz de hacerlo así, me limitaré a apuntar ideas sencillas, que me rondan hace tiempo, confirmadas por la reciente lectura de un libro delicioso, la vida de Santa Teresita del Niño Jesús, que es la santa de la sonrisa.

Santa Teresita del Niño Jesús, la santa de la sonrisa...
Creo innecesario advertir que no me refiero en ninguna forma a la risa, manifestación de sentimientos de naturaleza bien distinta y que muchas veces, por desgracia, suele ser un indicio de esa alegría estrepitosa, que vive separada de la muda desesperación, apenar por un delgado tabique, según lo advierte Ruskin.

Menos aún me refiero a la venenosa sonrisa de Voltaire, renovada en nuestros días por ese pobre Anatole France, que después de haber sonreído elegantemente de todas las cosas sublimes y santas, para disimular la úlcera del odio que lo roía, ha muerto abominando de su ironía, desesperado y maldiciéndose, porque esa sonrisa no es signo de indulgencia sino un lamentable disfraz de la intolerancia burlona, y un anticipo del etridor dentium, de que habla el Evangelio.

En vez de definir cuál es la sonrisa que tiene para mí los caracteres de un sacramento, que purifica y fortaleza e imparte la gracia, voy a poner un ejemplo de ella.

Refiere Santa Teresita, en su autobiografía, que había en su comunidad una religiosa que tenía el don de desagradarla en todo. Luchando para no ceder a la antipatía que aquella su hermana le inspiraba, procuraba hacerle cuantos favores podía, y cada vez que se encontraba con ella, si la asaltaba la tentación de responderle de un modo desagradable, se daba prisa a dirigirle una amable sonrisa.

“Muchas veces, cuando el demonio me tentaba violentamente, y me podía esquivar sin que ella advirtiera mi lucha interior, huía como un soldado desertor…. En esto, díjome ella un día con aire de gozo: “Hermana Teresita del Niño Jesús, ¿quiere decirme lo que la atrae tanto hacia mí? No la encuentro ni una sola vez sin que me dirija la mas graciosa sonrisa” - ¡Ah, lo que me atraía era Jesucristo oculto en el fondo de su alma! Jesús que dulcifica lo más amargo” (Historia de un alma, capítulo noveno).

No necesito explicar más, ésa es la sonrisa de que hablo, y que vale más que el dolor aceptado como una expiación, porque es el dolor vencido y transformado en caridad y alegría. Es la virtud, en grado heroico.

A semejantes alturas llegó Santa Teresita reflexionando sobre los dos grandes mandamientos, el primero de los cuales es amar a Dios, y el segundo amar al prójimo.

Viviendo en el mundo se advierte lo difícil que es demostrar este segundo amor con actos exteriores, hacia todas las personas que nos rodean: unas grandes, otras pequeñas, amigas unas, hostiles o indiferentes otras.

Pero siempre, siempre hay en el trato con las gentes un lugarcito para la sonrisa de Teresita. ¿Es posible calcular el valor teológico de esa sonrisa? ¿No vale en ocasiones más que un milagro?

El padre Meschler en su tratado sobre la Vida Espiritual, dice que “un hombre cariñoso y jovial es un poderoso instrumento de Dios en el mundo, es un exorcista que lanza demonios, apóstol y evangelista”. Y en efecto, la sonrisa es Caridad. No todos son llamados a realizar grandes hazañas, porque Dios reparte sus dones como es su gusto, y a unos los priva de lo que ha concedido sobreabundantemente a otros. Pero a todos les ha concedido la voluntad de amar, que es el don por excelencia, según lo enseña San Pablo: “Buscad con ardor los dones más perfectos, pero todavía os mostraré un camino más excelente”.

Ese es el camino del Amor, y Santa Teresita nos cuenta, hablando de esto, que ella, no pudiendo ser apóstol, ni misionero, ni confesor, no pudiendo ser ninguno de los miembros del cuerpo místico de la Iglesia, que describe San Pablo, comprendió que su vocación era ser el Amor, y quiso ser el corazón de la Iglesia.

La sonrisa es Humildad. El hombre soberbio e hinchado no sonríe y si acaso sonríe, su sonrisa no es sencilla, ni desinteresada, ni se dirige a los pobres que no pueden servir en una u otra manera sus vanidades.

La paciencia es una virtud eminentemente cristiana. Es el dominio de sí mismo: “Por la paciencia poseería vuestras almas”, nos dice Jesús en el Evangelio. Es ella indispensable para conformarse con el sufrimiento; pero hay un grado más en la paciencia, y es la alegría en el sufrimiento: “Sufre con paciencia ya que no puedes sufrir con alegría”, dice Kempis.

La alegría es cristiana y social, por naturaleza. “No os entristezcáis como los que no tienen esperanza”, dice San Pablo.

Y la sonrisa es más que la alegría, porque hay en ella mayor vencimiento propio. A veces sonreír vale tanto como realizar un milagro. Es preciso vencer el dolor, y crear la flor de la alegría, sin tener la planta.

Hacer esto por caridad, buscando la comunicación con los otros, y tratando de animarlos con la sonrisa cuyo fundamento es el olvido de sí mismo y el pensamiento en el prójimo, es un verdadero exorcismo que lanza no solamente los demonios de las almas ajenas sino también de la nuestra.

Y tan humilde es la sonrisa, que aún cabe sonreír en medio del arrepentimiento de las caídas; pues la caridad con nosotros mismos es obligatoria como la caridad con el prójimo, y la sonrisa que a ellos les daríamos para animarlos, debemos para lo mismo brindárnosla a nosotros.

“Ese yo no sé qué de agrio y de violento que sentimos después de haber cometido una falta, explica un autor comentando a Kempis, viene más bien del orgullo humillado que de un arrepentimiento según Dios… La turbación después de la caída tiene su fuente en una especie de despecho soberbio por descubrirse tan débil”.

Santa Teresita lo dice mejor aún, con su amorosa ingenuidad: “Ahora me resigno a verme siempre imperfecta, y aún encuentro mi alegría en ello”. La sonrisa es Voluntad, es decir la sonrisa es libre hasta de los preceptos de la ley de Dios. Pues si bien estamos obligados a conformarnos con la voluntad de Dios en la adversidad, ningún precepto nos impone el heroísmo de la sonrisa en el dolor.

Conformándonos, nuestra virtud es suficiente: si además sonreímos, nuestra virtud es heroica. Y la voluntad es todo. Si queremos darnos completamente a alguien no le demos ni nuestras manos, ni nuestros brazos, ni nuestras obras, ni nuestra memoria, un nuestro entendimiento: démosle nuestra voluntad. Porque podríamos, habiéndole dado todo aquello, guardar nuestra voluntad para nosotros, como atrincherarnos en ella, y permanecer infinitamente alejados. “No quiero tu don, dice Jesús, por boca de Kempis, sino a ti”. Las otras cosas son nuestro don, la voluntad somos nosotros mismos.

Al ofrecer, pues, nuestra sonrisa, ofrecemos lo más puro y desinteresado de nuestra voluntad, es decir, la esencia de nuestro yo.

Finalmente, la sonrisa es un alquimista prodigioso, que transforma en oro purísimo las escorias de la vida, ese sinnúmero de insignificantes contrariedades que no pudiendo llamarse adversidades ni dolor, parecen indignas de ofrendarse en el altar. La sonrisa las barre y las recoge cuidadosamente y las ofrece a Dios, con sencillez y alegría diciéndole: “No me avergüenzo de mi ofrenda, porque te doy lo que tengo: si más tuviera, más te daría Señor”.

Es el óbolo de la viuda. Y el que sonría por caridad, ante las contradicciones pequeñitas, es digno de oír las palabras que Jesús dijo de la viuda: “En verdad os digo que ella dio más que todos”.

DOS CAMINOS A ELEGIR ANTE EL DOLOR

Yo solo agregaría un punto: Dios creó la libertad humana, a condición de crear también el dolor. Porque es por el dolor, por lo que la libertad humana se redime y alcanza límites de perfección inimaginables. La libertad sin dolor es vacía y sinsentido; en cambio la libertad humana, aún en el dolor, se vuelve heroica y en eso consiste su máxima perfección y por ende su felicidad.

Pero aún hay más, ante el dolor, la libertad humana tiene dos caminos por los cuales optar, el camino del dolor triste, o el camino del dolor alegre. En fin, como dice Santa Teresita, con la sonrisa se puede vivir alegre aún en el dolor más desgarrante, porque todo se puede con “Jesús que dulcifica lo más amargo”.

Así que a todos aquellos, porque nadie vive solo aislado, sino en sociedad, a todos aquellos que tienen que alternar con padres, hermanos, amigos, alumnos, obreros… una sonrisa vale más que cualquier palabra proferida: “un hombre cariñoso y jovial es un poderoso instrumento de Dios en el mundo, es un exorcista que lanza demonios, apóstol y evangelista”. A todos aquellos van estas líneas.

Hugo Wast.

(*)Nota: Como sabemos, Cristo solo fundó siete sacramentos, hablar del "octavo" y "noveno" son alegorías muy atinadas.
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jueves, 26 de agosto de 2010

NAVEGA HACIA ALTA MAR de Hugo Wast


Todo sacerdote joven me parece un buque que parte por primera vez hacia alta mar.

Todo sacerdote viejo me parece un buque que va llegando al puerto.

Me he cruzado en el mar, en uno de los siete mares del mundo, con dos buques, uno viejo y otro nuevo.

No sé por qué razones siempre que veo un buque viejo me pongo a imaginar las aventuras, los peligros, las tormentas que ha pasado; y delante de uno nuevo, todo lo que le aguarda.

Me he cruzado con dos, el uno viejo y el otro nuevo.

El viejo iba llegando al puerto, con su casco despintado, sus velas en jirones, sus masteleros en astillas, pero con su proa tajante y su timón obediente y firme, de modo que se mantenía en la buena ruta.

El otro recién botado al agua, navegaba hacia alta mar, relumbrante, con su arboladura nueva, sus cuerdas blancas, sus velas sonoras y al viento, que le daba en el costado. El agua hervía en espuma, bajo su quilla que abría un profundo surco en las olas.

Todo le sonreía, el sol, el cielo, la brisa, que cantaba en sus obenques, las ligeras nubes que le daban sombra, los delfines que danzaban a su alrededor y las gaviotas que se posaban en sus jarcias. Y él avanzaba libre y ufano, hacia los misterios del primero de los siete mares, seguro de sus lonas, de sus maderas y de sus forros de cobre y de su timón nuevo.

Y yo rogué por él, que antes de llegar al puerto tenía que humillar la soberbia en el Atlántico, cerrar los ojos y oídos a los espejismos y a los cantos de las sirenas en el Mediterráneo; dominar la ira en el Rojo; sobreponerse a la gula en el Índico; desafiar los tifones de la envidia en el Mar de la China; despreciar las mordeduras de la avaricia en el Pacífico; luchar contra el frío del alma en el Ártico; y vencer la pereza en el Mar de Sargazos, que más que un mar es la plaga de todos los mares.

Cuando veo un sacerdote viejo, deslucido en su traje y en su palabra, distraído como quien tiene el corazón en otra parte, sordo a los rumores de la tierra y atento a las voces que le hablan en sueños como a Samuel, pienso que invita a cantar un Te Deum, porque es un navío que ha pasado ya las tormentas de los siete mares.

Cuando veo uno joven, que emprende su periplo, impaciente de surcar los océanos, con demasiada confianza en la altura de sus mástiles y en lo pulido de sus cascos y en la gallardía de sus lonas; que mira poco el cielo para orientar su rumbo y mucho las máquinas que fabrican los hombres, tengo miedo por él.

Y más si es artista; y mucho más si es elocuente; y muchísimo más si es ingenuo y ama el ruido, y cree que le falta tiempo y puede dejar hoy esta rúbrica, mañana este rezo, después esta meditación, ser impuntual en la hora de su Misa; ser distraído en su breviario.

¡Ay! ¡Cuántos mares y cuántos escollos delante de su proa y qué lejos el puerto!

Llegará, sin duda, si deja de mirar la brújula de los hombres y levanta el corazón hasta la Estrella de la Mañana.

Llamamos así a la Virgen, pero es también una de las más preciosas advocaciones de Jesús, que dice de Sí Mismo en el último capítulo del Apocalipsis: “Yo Soy Jesús, la espléndida y luminosa Estrella de la Mañana”.

SOBRE EL AUTOR
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Gustavo Martínez Zuviría (a) Hugo Wast
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Escritor fecundo, llegó a ser en su época el más difundido en lengua española, siendo en la actualidad el escritor argentino que más libros vendió en la historia de las letras argentinas, y uno, sino el más prolífico de ellos, traducido a 15 idiomas. Este escritor católico, publicó más de sesenta obras con su nombre y su seudónimo de Hugo Wast, también existen artículos periodísticos, discursos y otros escritos aparecidos sin firma.

En 1954 solamente en castellano se habían vendido casi 3.000.000 de ejemplares, con casi 500 ediciones, con otra gran cantidad de las mismas y libros vendidos en el exterior.
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Hombre bondadoso y piadoso, de una profunda formación teológica, un cristiano práctico, de misa diaria y comunión frecuente, sin ostentaciones ni engreimiento, virtudes no comunes en el difícil gremio de los literatos. Su fuerte convicción religiosa y su condición de católico militante, lo convirtieron en un decidido defensor de la fe cada vez que fué menester hacerlo, sobre todo como apologista de la Iglesia.
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Se ha echado un manto de olvido sobre su obra y su persona, existiendo una consigna del silencio sobre Hugo Wast, por su condición de escritor católico.
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Otros temas del mismo autor, haz click aquí:
Tomado de "Navega hacia alta mar", de Hugo Wast.
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domingo, 26 de julio de 2009

EL HOMBRE QUE NO HABÍA REZADO NUNCA



El célebre novelista argentino Hugo Wast envió este escrito a una revista literaria mexicana -Ábside- en 1957. Hasta donde hemos podido investigar, parece ser que no aparece en alguna de sus obras y sólo se publicó en esa revista, por lo que creemos que es prácticamente inédito hoy en día. CATOLICIDAD lo rescata y lo presenta a sus lectores, que seguramente valorarán su contenido literario y teológico.



Iba a morir: En la sonrisa artificial de todos, que trataban de engañarlo anunciándole una próxima mejoría, veía que iba a morir.

No tenía fe, ni caridad, ni esperanza.

No había rezado nunca y se jactaba de ello, como de una hazaña. Era viejo; no tenía apego a la vida, ni temor a la muerte.

Dentro de una hora, de dos, a lo sumo tres, habría dejado de vivir.

Pidió que se alejaran para dormir un reto y cerró los ojos. Quería espiar los mínimos detalles de su propio morir: una inmensa curiosidad; algo pueril, increíble.
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La curiosidad del incrédulo que ha querido construirse su propio Dios, para adorar su propia obra, que es como adorarse a sí mismo, y quiere, al final, ver como se porta ese Dios.

Su enfermedad era una anemia sin dolores, que le dejaba libre el espíritu para espiar la llegada de la muerte. Quería estar despierto, porque si se dormía, no se despertaría nunca más.

Ya no tenía fe ni en sí mismo, su único Dios.

A ratos, relampagueaba en su cerebro una duda fastidiosa: si más allá de la negra cortina que pronto iba a descorrerse, pudiera haber algo distinto de lo que había pensado. Para asistir al último minuto de su vida y el primero de su muerte, con lúcido entendimiento, habíase negado a tomar cualquier droga que pudiera enturbiárselo.

Su curiosidad empezaba a inquietarlo. ¿Con qué se encontraría cuando el brazo descarnado de la muerte descorriera la negra cortina? ¿Vería lo que nunca quiso ver? ¿Un Dios tal vez? ¿Pero no un dios hecho por sus manos, sino ese Dios eterno, omnipotente, al cual no había rezado nunca?

Tantas veces afirmó ante los hombres que Dios no hacía falta para comprender ninguna de las cosas del universo, que acabó por creerlo; y si la existencia de Dios hubiera dependido de él, es decir si hubiera estado en su mano borrar del universo a ese Dios innecesario, lo hubiera borrado tranquilamente.

De pronto pensó que morir no era pasar al otro lado de una cortina negra. Puesto que no tenía fuerza ni siquiera para cambiar de postura en su propia cama, morir sería caer a plomo en un abismo oscuro y hundirse sin ruido en una agua cenagosa, pestífera, que se cerraría sobre su cabeza.

Fuera lo uno o lo otro, más allá de esa cortina o en la profundidad de esa ciénega hedionda, ¿no se hallaría de repente con esa Luz que él habría apagado en el mundo, Luz que le alumbraría cosas que ya no podrían cambiarse, porque habría concluído el tiempo para ello?

Un sudor helado bañó sus miembros y la lengua se le pegó al paladar.

Intentó gritar y pedir que le trajeran a alguien con quien hablar secretamente en esos últimos minutos, en que todavía podía cambiar su eternidad.

Pero de su garganta no salió más que un estertor.

-Aún está vivo-, oyó que alguien decía, tanteándole el pulso.

Sí, estaba vivo y quería que le entendieran que necesitaba lo que había rechazado siempre, unas veces con burla y desprecio y otras con tal odio y furia que ahora nadie se lo propondría. Y su lengua estaba muerta ya.

Se acordó que pertenecía a una sociedad de incrédulos que se habían comprometido a no pedir en la hora de la muerte auxilios religiosos y a no atender el pedido que alguno de ellos hiciese en aquel trance, porque sería signo de reblandecimiento cerebral. Se retractaban por anticipado de esa posible debilidad, cuando estaban en pleno dominio de su inteligencia y de su voluntad.

Él se encontraba prisionero de aquel juramento y rodeado de amigos que no lo escucharían, aunque gritase toda la noche.

Había renegado de la Luz y la Luz se había retirado de él. Había pecado contra el Espíritu.

Con sus propias manos había construido su dios, un dios en que ya no creía. Y ya tampoco sentía curiosidad sino pavor de lo que iba encontrar más allá. ¡Oh, si fuera cierto que más allá no existía nada! He aquí que él, predicador de la Nada, ahora creía que había mentido a los otros y se había mentido a sí mismo.

Oyó al médico que en voz bajísima dijo: -¡Ya se murió!

Y esa sentencia prematura heló de tal modo su corazón sin caridad, que no pudo engendrar un solo pensamiento cristiano. El tiempo se acabó. Dio un grito espantoso, que no llegó a salir de su garganta, y cayó a plomo en el agua negra y pestilente.

La oscuridad era tan inmensa, que a su lado las más lóbregas tinieblas del mundo parecerían luminosas.

En ese momento sintióse la voz de un ángel que cantaba el Nombre que está sobre todo nombre, el nombre de Nuestro Señor Jesucristo. Y sucedió lo que dice San Pablo, que al oírse el nombre de Jesús toda rodilla se dobla en los cielos, en la tierra y en los infiernos.

Y se abrió la puerta de bronce que ningún fuego funde, y el hombre que no había rezado nunca por no arrodillarse ante nadie, entró de rodillas en los infiernos.

¡Oh, prodigio! La oscuridad era allí mucho más densa, pero los ojos del condenado la traspasaban como flechas rojas; y vieron que también allí había penetrado la voz del ángel, y aquel mundo de impenitencia lo escuchaba de rodillas. Y más allá, mucho más allá, divisó al que por toda la eternidad iba a ser su rey y señor, rodeado de una multitud de sombras pálidas, tristísimas, arrodilladas. Y comprendió que el diablo formaba su escolta predilecta con los que nunca habían rezado y que sólo en los infiernos se arrodillaban.

Y comprendió también una cosa terrible, de la que él mismo daba fe: que ni uno sólo de ellos había sido un verdadero ateo. Todos, en el secreto de su obstinación, habían creído en Dios, pero no lo habían confesado para no humillarse ante Él, ni en la oscuridad de un aposento. Ahora, al doblarse sus rodillas con espantoso crujido de huesos, sentían el peor de los tormentos del infierno (*); pero su obstinación era tan grande, que si hubieran podido escapar por algún resquicio de las indestructibles puertas, ninguno de ellos se habría arrepentido, por no rezar al que nunca habían rezado.

Sus almas estaban irremediablemente secas para el Amor que se engendra en la humilde oración.

Fue tan horrorosa su desesperación que dio un alarido y oyó decir a su médico: -¡Me he equivocado! ¡Todavía vive! Pero pronto acabará.

Entendió que había soñado aquellos horrores y se arrepintió de su insensatez. Y con esfuerzo desesperado logró articular estas palabras: -¡Tráiganme un sacerdote!

Le obedeció una pobre sirvienta que no estaba juramentada con los incrédulos. Trájole el sacerdote, cuya mano consagrada rompió la coraza de barro que envolvía su corazón; sus pecados se desprendieron de su alma, como escamas, y por primera vez rezó.

Murió una hora después y entró en el cielo de rodillas, llorando de júbilo. Y pudo ver la faz de Dios.

Hugo Wast (Gustavo Martínez Zuviría).
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(*) La privación de Dios.

Tema relacionado: LA VIDA DEL SEÑOR "X"
Otro escrito de Hugo Wast: LA FIGURA DEL SACERDOTE
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jueves, 21 de mayo de 2009

LA FIGURA DEL SACERDOTE



Cuando se piensa que solamente un sacerdote puede perdonar los pecados y que lo que él ata en el fondo de su humilde confesionario, Dios, obligado por su propia palabra, lo ata en el Cielo, y lo que él desata, en el mismo instante lo desata Dios...

Cuando se piensa que Nuestro Señor Jesucristo, en la última Cena, realizó un milagro más grande que la creación del Universo con todos sus esplendores, y fue convertir el pan y el vino en su Cuerpo y Sangre para alimentar al mundo, y que este portento, ante el cual se arrodillan los ángeles y los hombres, puede repetirlo cada día un sacerdote... .

Cuando se piensa que un sacerdote hace más falta que un rey, más que un militar, más que un banquero, más que un médico, más que un maestro, porque él puede reemplazar a todos y ninguno puede reemplazarlo a él...

Cuando se piensa que un sacerdote, cuando celebra en el altar, tiene una dignidad infinitamente mayor que un rey; y que no es ni un símbolo, ni siquiera un embajador de Cristo, sino que es Cristo mismo que está allí repitiendo el mayor milagro de Dios...

Cuando se piensa que el mundo moriría de la peor hambre si llegara a faltarle ese pan y ese vino transubstanciados en el Cuerpo y Sangre de Cristo, y que eso puede ocurrir, porque están escaseando las vocaciones sacerdotales, y que cuando eso ocurra se conmoverán los cielos y estallará la Tierra, como si la mano de Dios hubiera dejado de sostenerla; y las gentes aullarán de hambre y de angustia, y pedirán ese Pan de Vida, y no habrá quien se lo dé; y pedirán la absolución de sus culpas, y no habrá quien las absuelva, y morirán con los ojos abiertos por el mayor de los espantos... .

Cuando se piensa todo esto, uno comprende la inmensa necesidad de fomentar las vocaciones sacerdotales... .

Uno comprende el afán con que en tiempos antiguos, cada familia ansiaba que de su seno brotase, como una vara de nardo, una vocación sacerdotal... .

Uno comprende el inmenso respeto que los pueblos tenían por los sacerdotes, lo que se reflejaba en las leyes...

Uno comprende que el peor crimen que puede cometer alguien es impedir o desalentar una vocación....

Uno comprende que provocar una apostasía es ser como Judas y vender a Cristo de nuevo... Uno comprende que si un padre o una madre obstruyen la vocación sacerdotal de un hijo, es como si renunciaran a un título de nobleza incomparable...

Uno comprende que más que una iglesia, y más que una escuela, y más que un hospital, es un seminario o un noviciado... Uno comprende que dar para construir o mantener un seminario o un noviciado es multiplicar los nacimientos del Redentor... Uno comprende que dar para costear los estudios de un joven seminarista o de un novicio es allanar el camino por donde ha de llegar al altar un hombre, que durante media hora, cada día, será mucho más que todas las dignidades de la Tierra y que todos los santos del Cielo, pues será Cristo mismo, sacrificando su Cuerpo y su Sangre, para alimentar al mundo.

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Hugo Wast

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