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miércoles, 22 de junio de 2022

LA VIDA SE ABRE PARA QUIEN MUERE EN GRACIA


Quien habitualmente vive en gracia, es de esperar que termine así la vida terrenal y, por esto, empiece a vivir eternamente la verdadera vida.

miércoles, 21 de abril de 2021

"CON VUESTRA PERSEVERANCIA SALVARÉIS VUESTRAS ALMAS" - Lucas (21,12-19)


En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «Os echarán mano, os perseguirán, entregándoos a las sinagogas y a la cárcel, y os harán comparecer ante reyes y gobernadores, por causa mía. Así tendréis ocasión de dar testimonio. Haced propósito de no preparar vuestra defensa, porque yo os daré palabras y sabiduría a las que no podrá hacer frente ni contradecir ningún adversario vuestro. Y hasta vuestros padres, y parientes, y hermanos, y amigos os traicionarán, y matarán a algunos de vosotros, y todos os odiarán por causa mía. Pero ni un cabello de vuestra cabeza perecerá; con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas.»

viernes, 8 de enero de 2021

¿BASTA ESTAR BAUTIZADO POR LA IGLESIA CATÓLICA PARA SALVARSE?

 


 De ninguna manera. El Catecismo nos lo advierte: 

 Quien, siendo miembro de la Iglesia Católica, no practicase sus enseñanzas, sería miembro muerto y, por tanto, no se salvaría, pues para la salvación de un adulto se requiere no sólo el bautismo y la fe, sino también obras conformes a la fe. (Catecismo de San Pío X, 173).

 El cristiano tiene el deber de creer y practicar lo que la doctrina cristiana enseña. Este deber consiste en profesar TODAS las verdades que enseña la Iglesia, cumplir los mandamientos de la Ley de Dios y los mandamientos de la Iglesia, así como emplear los medios de salvación que Cristo nos otorgó (sacramentos y oración), como medio para acrecentar la Gracia en nuestros corazones.

martes, 27 de octubre de 2020

NO DEJES TU CONVERSIÓN PARA EL ÚLTIMO INSTANTE

 


¡Oh momento terrible, del cual depende la eternidad! ¡Oh momentum, a quo pendet æternitas! Este es el que hacía temblar a los santos a la hora de la muerte, y les obligaba a exclamar: ¡Oh Dios mío! ¿En dónde estaré en pocas horas? Porque, como escribe San Gregorio, hasta el alma del justo se turba a las veces con el terror del castigo: Nonnumquam, terror vindicatœ etiam justi anima turbatur. (San Greg. Mor. XXIV). ¿Qué será, pues, de la persona que hizo poco caso de Dios, cuando vea que se prepara el suplicio en el cual debe ser sacrificado? (Job. XXI, 20). Verá el impío con sus propios ojos la ruina de su alma, y beberá el furor del Todopoderoso, esto es, comenzará desde este momento a experimentar la cólera divina... Cuando el moribundo vea... un sudor frío correrá por sus miembros, y no podrá ni hablar, ni moverse, ni respirar. Sentirá que se acerca más y más el momento fatal; verá su alma manchada por los pecados; el juez que le espera, y el Infierno que se abre bajo sus plantas. Y enmedio de estas tinieblas y de esta turbación, se hundirá en el abismo de la eternidad.

Es difícil, convertirse en el último momento,  pero no es imposible. La norma es que como se vive se muere. Pero hay excepciones. Hay unos que en el último momento llegan a realizar un contrición perfecta, esto es arrepentirse por verdadero amor a Dios y otros también a confesarse sinceramente contritos. Ciertamente alcanzarán a salvarse. Lo sabemos por revelaciones privadas, ¡pero qué inconsciente es quien espera ser la excepción de la norma!. ¿Cómo se puede calificar al insensato que deja para el final de su vida el arrepentimiento y la conversión, y en ello confía su destino eterno poniéndose en gravísimo riesgo de condenarse? ¿Tendrá tiempo? ¿Y si lo tiene, sus disposiciones serán sinceras? ¡Cuántas muertes accidentales o inminentes impiden al alma prepararse! Por ello el católico debe vivir siempre sin pecado, en gracia santificante, acudiendo para ello al Confesionario con frecuencia y cumpliendo con las debidas condiciones para que esas confesiones sean válidas.

¡Jesús mío crucificado! no quiero esperar que llegue la hora de la muerte para abrazaros, sino que os abrazo desde ahora. Os amo más que a todas las cosas, y, por lo mismo, me arrepiento con todo el corazón de haberos ofendido y despreciado a Vos, que sois bondad infinita. Yo propongo amaros siempre, ayudado de vuestra gracia, y espero no ofenderos en adelante. Ayudadme, Dios mío, por los méritos de vuestra pasión sacrosanta, para que siempre os ame hasta disfrutar con Vos el cielo, la gloria eterna.


Haz click aquí: http://www.catolicidad.com/2012/03/cinco-pasos-que-se-requieren-para-confesarse.html


martes, 24 de julio de 2018

CAUSA PRINCIPAL DE LA CONDENACIÓN DE LAS ALMAS



Discípulo. —Padre, quiere explicarme ¿el porqué del título de este librito?

Maestro. —Escucha el siguiente caso: Se cuenta de una jovencita, que habiendo caído desgraciadamente en uno de aquellos pecados, que más vergüenza dan confesarlos, vivía muy triste y desconsolada. Así pasaron muchos meses, sin que ninguna de sus compañeras pudiera conocer la causa de tanta aflicción. Entretanto falleció santamente otra muchacha muy virtuosa, íntima amiga suya. Pocos días después de sepultada, una noche, en lo más profundo del sueño, nuestra jovencita oye llamarse por su propio nombre; reconoce la voz de su compañera difunta que le repetía: ––“Confiésate bien... ¡si supieses cuán bueno es Jesús!— Confiésate bien... ¡si supieses cuán bueno es Jesús!”
Tomó como revelación del cielo aquella voz, cobró ánimo; resuelta ya, confesó aquel pecado que tanta vergüenza le daba confesarlo y por el que tanto había llorado. Desde aquel instante experimentó tal alivio y tanto consuelo, que a todos refería lo que le sucedía, repitiendo a su vez: “¡Probadlo y veréis cuán bueno es Jesús!”

D. — ¡Ah, sí! Lo creo enteramente, pues yo mismo he experimentado mil veces tal verdad.

M. —Entonces da rendidas gracias a Dios, y sigue confesándote bien. ¡Ay de aquél que se descarriare por las sendas de los sacrilegios! Será para él la mayor de las desgracias; quién sabe si continuará así hasta la muerte y acabará por perderse eternamente.

D. — ¿Es, pues, un gran mal la confesión mal hecha?

M. —Es la principal causa de la condenación de las almas.

D. — ¿De veras, Padre?

M. —Certísimo. Las Confesiones mal hechas son la causa de la perdición eterna de muchas almas

D. —Padre, usted exagera.

M. —De ningún modo; no soy yo quien lo dice: lo aseguran los santos más duchos en las vías del espíritu; lo contempló en una visión Santa Teresa.
Estaba la Santa en oración y he aquí que al punto ve abrirse ante sus ojos un abismo profundísimo, todo repleto de fuego, encendido en vivas llamas y precipitarse numerosísimas, como los copos de nieve en invierno, las infelices almas. Espantada la santa alza los ojos al cielo y exclama: —“Dios mío, Dios mío”, “Qué es lo que veo— ¿Quiénes son tantas almas pobrecitas? —Seguramente son de pobres infelices, de idólatras, de turcos, de judíos. . .”
—No, Teresa, le responde Dios. Sepas que las almas que ves ahora precipitarse en el infierno, por permisión mía, son todas ellas almas de cristianos como tú.
—Pero serán almas de gente que ni creían ni practicaban la religión, ni frecuentaban los sacramentos.
—No, Teresa, no. —Sepas que todas estas almas son de cristianos, bautizados como tú, que como tú creían y practicaban...
—Más no se habrán confesado nunca, ni en la hora de la muerte...
—Son almas que se confesaban y que se confesaron en el trance de la muerte... -¿Cómo, pues, Dios mío, se condenan?
–– ¡Se condenan porque se confesaron mal!... Vé, Teresa, cuenta a todos esta visión y conjura a todos los obispos y sacerdotes a no cansarse nunca de predicar sobre la importancia de la confesión y contra las confesiones mal hechas, a fin de que mis amados cristianos no vengan a convertir la medicina en veneno y a servir para su daño de este Sacramento, que es el Sacramento de la misericordia y del perdón.

D. — ¡Jesús mío!— ¿Son, pues, tantas las confesiones mal hechas?

M. —San Alfonso, San Felipe Neri, San Leonardo de Porto Mauricio están de acuerdo en afirmar que, ciertamente las confesiones mal hechas son sin número. Los que pasan su vida en el confesonario y a la cabecera de los moribundos, saben que dicen la pura verdad.
Y nosotros, en nuestras correrías apostólicas, predicando ejercicios y misiones, debemos afirmar lo mismo. El padre Sarnelli, en su obra “El Mundo Santificado”, exclama:
“Verdaderamente, son sin número las almas que hacen confesiones sacrílegas; lo saben en parte los misioneros que tienen larga experiencia y lo sabremos todos con sumo estupor en el valle de Josafat. Y no sólo en las grandes ciudades, sino también en las pequeñas poblaciones, en las mismas comunidades; entre gentes que pasan por piadosas y devotas; se cometen a montones los sacrilegios”.

El Padre Tranquilini, de la Compañía de Jesús, habiendo sido llamado para asistir a una señora gravemente enferma, marcha con solícita premura y la confiesa: más al tiempo de ir a darle la absolución, siente una mano de hierro que se lo impide.
—Señora, le dice, tal vez se habrá olvidado usted alguna cosa...
—No, Padre, hace ocho días que me estoy preparando.
Habiendo orado brevemente el Padre, de nuevo intenta absolverla, mas, de nuevo, la misma mano se lo impide.
—Dispense, señora, insiste el Padre, tal vez no se atreve a confesar algún pecado...
–– ¿Cómo? Usted me ofende ¿quiere usted suponer que me atreva a cometer un sacrilegio?
Por tercera vez pretende el Padre absolverla y por tercera vez la misma mano se lo impide.
No pudiendo comprender qué misterio se ocultaba en un hecho tan extraordinario, se arrodilla y llorando ruega a la señora que no se engañe a sí misma, que no quiera condenarse.
–– ¡Padre, dice entonces, hace quince años que me confieso mal!
He aquí cómo es fácil encontrar casos de malas confesiones.

D. —No siga, Padre; tiemblo de espanto.

M. —Más vale temblar aquí, que arder allá. Y aquí viene muy a propósito la aseveración de San Juan Bosco, quien en uno de sus opúsculos, sobre la confesión, dice textualmente: “Os aseguro que mientras escribo, me tiembla la mano al considerar el número de cristianos que se condenan solamente por haber callado o por no haber confesado sinceramente, ciertos pecados”.

D. — ¿Solamente por no haber confesado sinceramente ciertos pecados?

M. —Sin duda. —Quien, por ejemplo, se confiesa de malos pensamientos, habiendo cometido también acciones, o sea actos impuros; quien se confiesa de haber cometido tales actos sólo, siendo así que los cometió con otros; quien calla el número determinado de los pecados o las circunstancias; quien, interrogado por el confesor, responde falsamente; etc. Todos éstos se confiesan mal.

D. — ¿Qué piensan estos infelices?

M. —Creen que más adelante podrán remediarlo todo, es decir, se confiesan para vivir como antes, cuando toda confesión se debe practicar como si fuese la última de la vida.
Cierto día se confesó con un célebre misionero una mujercilla del vulgo. De vuelta de confesarse, por casualidad, pasó sobre la losa que cubría una tumba. Gastada por el tiempo, la losa cedió el peso de la mujer, la cual de golpe se cayó dentro de la fosa entre cráneos y huesos. Imagínense el espanto de los circunstantes y, sobre todo, el terror y los gritos de aquella pobrecilla.
—Cuando, después de muchas fatigas fue sacada de allí abajo, aunque casi incólume, sin pérdida de tiempo corre al confesonario de nuevo y le dice al Padre: hasta ahora me he confesado para vivir, más ahora que he visto la muerte cara a cara, quiero confesarme para morir. Y reparó con una buena confesión la que antes había hecho mal.

D. — ¡Oh, cuánto es terrible el pensamiento de la muerte!

M. —Terrible es, pero muy saludable, y precisamente por esto debemos tenerle presente cada vez que vamos a confesarnos.

Entre los muchísimos casos maravillosos que se cuenta de San Juan Bosco se lee el siguiente: Se estaban practicando en el Oratorio Salesiano de Turín los santos ejercicios espirituales, y mientras todos, alumnos y conversos, con gran seriedad y piadosa circunspección procuraban sacar fruto espiritual para sus almas, un joven reacio a toda buena exhortación y a los más solícitos cuidados de Don Bosco y de los otros Superiores, se obstinaba en no quererse confesar en aquella circunstancia. Toda clase de recursos habían tentado aquellos buenos Padres para reducirlo a mejor consejo, más inútilmente. El repetía siempre la misma cantinela: “Otra vez, ahora no... Después lo pensaré... No me puedo decidir, ahora”.
Con estas excusas se llegó hasta el último día; entonces Don Bosco recurre a una estratagema. Tomando una hoja de papel escribió estas palabras: “¿Y si me muriera esta noche?”... y se fué a depositarla entre la sabana y la almohada del pobrecito. Llegada la noche, todos se fueron a dormir; también nuestro joven distraídamente se desnuda; más he aquí que al querer meterse en la cama, se encuentra con aquel papel. ––Una exclamación de estupor se escapa de sus labios; toma luego el papel, lo mira, lo desdobla y viendo que hay algo escrito, aguza los ojos y lee: “¿Y si me muriera esta noche?... Don Bosco”.— ¡Don Bosco!, exclama, y Don Bosco es un santo.., sabe lo que tiene que suceder... ¡Quién sabe si sucederá lo que él teme! ¿Y si me muriera esta noche? Yo no quiero morirme, quiero vivir, lo quiero con toda mi alma... Entretanto, para no ser notado de sus compañeros, se acuesta, se tapa y procura con todo ahínco dormirse.
Pero ¡qué! ¿Dormir en aquel estado?... ¿con aquellas palabras que le punzan como aguda espina?... ¡Imposible!—Da vueltas y más vueltas en la cama, cierra bien los ojos... todo inútil; oye siempre muy vivamente el sonido de aquellas palabras, le parece ver el infierno abierto, a Jesús, que le condena, y dice para sí: “¡Pobre de mí! ¡Si realmente me hubiera de morir!”... Un escalofrío lo invade, suda a mares... ––Ah, no, exclama, no quiero ir al infierno, quiero confesarme!... —Se encomienda a María Auxiliadora, a su Ángel Custodio, y en seguida, resueltamente se viste, sale despacio, baja la escalera, atraviesa los corredores, sube a la habitación de Don Bosco y llama.
Don Bosco, que como buen padre esperaba, abre y pregunta.
–– ¿Quién es?— Qué desea a estas horas?
Oh, Don Bosco! quiero confesarme.
—Pasa, adelante, ¡si supieses con cuanto anhelo te esperaba!
Introducido en la antesala, se arrodilla, se confiesa con la más dolorosa y sincera confesión. Lleno del mayor consuelo, con el perdón que Jesús le ha otorgado, se vuelve feliz y tranquilo a la cama. —Se acabó el miedo; ya no le espanta el pensamiento de la muerte. — “¡Oh!, dice, ¡qué contento estoy! Aunque hubiera de morirme esta noche, no me importa, experimento la gracia de Dios, soy amigo de Jesús”. ––Se duerme plácidamente y sueña... que tiene el Paraíso abierto, los Ángeles regocijados vuelan a su derredor cantando los más bellos loores, los más dulces himnos.

D. –– ¡Dichoso joven!

M. —Y dichosos también aquellos que creen y se aprovechan debidamente del gran tesoro que poseemos en la confesión, que seguramente se librarán del infierno. Muy de otro modo le pasó a la miserable del suceso que voy a referir.

Habiendo sido llamado San Leonardo de Porto Mauricio para asistir a una moribunda, fuese allá inmediatamente, acompañado de un hermano lego. Confesada la enferma sale tranquilo en busca del compañero que le esperaba en la antesala. Ya se disponía el santo a marcharse, cuando el hermano, muy triste y asustado, le dice:
––Padre Leonardo, ¿qué significa lo que he visto?
–– ¿Qué cosa?
–– He visto una mano horrendamente negra, que se movía en la antecámara, y apenas salió usted se entró con la rapidez del rayo en el aposento de la enferma.
A tal relato San Leonardo vuelve atrás, se dirige hacia la moribunda y ¡oh terrible escena! aquella mano negra ahogaba a la desgraciada que con los ojos exorbitados y la lengua fuera, moría gritando: “¡Malditos sacrilegios, malditos sacrilegios!”

D. —Oh Padre, verdaderamente las malas confesiones son la causa principal de la condenación de las almas.

M. —Guerra, pues a la mentira, y guardemos siempre candorosa sinceridad en la confesión.

Pbro. Luis José Chiavarino
CONFESAOS BIEN

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viernes, 24 de abril de 2015

CONFESIÓN O CONDENACIÓN por el padre José María Vilaseca

Esta obra es muy útil tanto para penitentes como confesores y para quienes vayan a hacer una Confesión General. Muy recomendable a todo católico.

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lunes, 10 de marzo de 2014

LA RESURRECCIÓN Y LA VIDA ETERNA. CATECISMO EN VIDEOS. DÉCIMO TEMA.



A continuación publicamos el décimo tema de esta serie de videos para catequesis. Como explicamos en el primer tema, el material está plenamente apegado al dogma y cuenta con la aprobación del entonces arzobispo primado de México. Está dirigido a niños y adolescentes pero también es útil y aprovechable para adultos. Seguramente muchos lectores adultos aprenderán aspectos que desconocían de su fe y de la historia sagrada.

Es muy aconsejable que los papás lo vean conjuntamente con sus hijos, pues es un material muy didáctico y con doctrina segura, para que lo utilicen como complemento en la catequesis familiar. Por supuesto, será de gran utilidad y apoyo didáctico, también, para el catecismo en grupos de iglesias y parroquias.

Para ver todo lo editado (las demás partes de la serie se irán publicando paulatinamente), basta hacer click en nuestra etiqueta: 

martes, 21 de enero de 2014

EL QUE TE CREÓ SIN TI, NO TE SALVARÁ SIN TI

COMBATAMOS LOS PECADOS DE PENSAMIENTO Y DESEO, PARA PODER ELIMINAR LOS PECADOS DE PALABRA, ACCIÓN Y OMISIÓN.
Las malas acciones tienen su origen en un
mal pensamiento o un mal deseo 
que no

 se combatió a tiempo. El pecado se inicia
en el mal pensamiento consentido que en
sí mismo ya constituye una falta.

Un día un joven le preguntó a un hombre muy sabio si es cierto que Dios ha fijado un destino para cada ser humano y que, según esto, no importaría lo que hagamos o dejemos de hacer, pues unos irían al Cielo y otros al Infierno. El sabio se quedó pensando por unos momentos y le dijo al joven:

Nadie se condena sin culpa
personal. Cada individuo es
 responsable de su destino
 eterno. La fe y las buenas
obras ganan el Cielo.
“Hijo mío, el destino que Dios tiene para ti y para todos, es el Cielo, pero, aunque Jesucristo ya pagó por nuestra salvación, el Cielo depende de ti y depende de mí. Por eso, cuida siempre lo que piensas, porque tus pensamientos se volverán palabras. Cuida tus palabras porque estas se convertirán en tus actitudes. Cuida tus actitudes porque, más tarde o más temprano, serán tus acciones. Cuida tus acciones que terminarán transformándose en costumbres. Cuida tus costumbres, porque ellas forjarán tu carácter. Finalmente, cuida tu carácter porque esto será lo que forje tu destino.”

En relación a esto, San Pablo afirma: “al final cada uno cosechará lo que ha sembrado.” (Gálatas 6, 7) Y añade: “Así que no quiero correr sin preparación, ni boxear dando golpes al aire. Castigo mi cuerpo y lo tengo bajo control, no sea que después de predicar a otros yo me vea eliminado.” (I Corintios 9, 27).

Que en este comienzo de año tomemos la decisión de ser mejores cristianos sabiendo que, si así lo hacemos, un día nuestra será la corona de la Victoria, que es el Cielo.

P. Nuñez

lunes, 15 de julio de 2013

DEL JUICIO PARTICULAR por San Alfonso María de Ligorio

«Dame cuenta de tu administración» (Luc. XVI, 2)

De los bienes que hemos recibido de Dios, oyentes míos, bien sean dones de la naturaleza, o de la gracia, no somos dueños, de manera que podamos dispones de ellos a nuestro antojo, sino solamente administradores; por lo cual debemos emplearlos según la voluntad de Dios, que es el verdadero dueño de ellos y de nosotros mismos. De donde resulta, que hemos de darle cuenta de ellos a la hora de la muerte. Porque, como nos dice Jesucristo, por San Pablo, hemos de comparecer ante el tribunal de Dios, para que cada uno reciba el pago debido a las buenas o malas acciones (II, Cor. v, 10). San Buenaventura comenta de este modo: «No eres dueño o administrador de las cosas que se te han confiado; y, por lo mismo, has de dar cuenta de ellas. Quiero haceros ver en la presente plática, el rigor con que se nos juzgará el último día de nuestra vida, cuando el alma, abandonando el cuerpo, se presente ante el tribunal de Dios, para ser juzgada por todas sus obras, buenas y malas.

Consideraremos, pues, el terror que se apoderará del alma:

Punto 1º: Cuando se presente a ser juzgada.

Punto 2º: Cuando sea examinada.

Punto 3º: Cuando sea condenada.

CUANDO SE PRESENTE A SER JUZGADA

1. Decretado está, dice San Pablo, que los hombres mueran sólo una vez, y que después sean juzgados. (Heb. IX, 27). Es de fe que hemos de morir, y que después de la muerte debemos ser juzgados de todas las acciones de nuestra vida. ¿Cuál será pues nuestro pavor y aturdimiento a la hora de la muerte, pensando en el juicio que nos espera luego que el alma se haya separado del cuerpo? Entonces se decide la causa de nuestra muerte, o de nuestra vida eterna; y al pasar el alma de esta vida terrena a la eternidad, la consideración de los pecados cometidos, el rigor del divino juicio, la incertidumbre de la salvación eterna, hacen temblar a los mismos santos. estando enferma Santa María Magdalena de Pazis, temblaba de miedo al acordarse del día del juicio; y animándola el confesor, le respondió: «¡Ah padre! Es terrible cosa tener que comparecer ante el tribunal de Jesucristo». También San Agatón, después de haber pasado tantos años haciendo penitencia en el desierto, temblaba diciendo: «¿Qué será de mi cuando sea juzgado?».

2. Es sentencia común de los teólogos, que el mismo momento y en el mismo sitio en que el alma se separa del cuerpo, se alza el divino tribunal, se examina el proceso, y pronuncia la sentencia del supremo juez Jesucristo, manifestando a cada alma todas sus obras buenas y malas, y el premio o castigo que merece por ellas. A este tribunal hemos de presentarnos todos, para dar cuenta de todos nuestros pensamientos, palabras, obras y deseos. Al tiempo de ser presentados algunos delincuentes ante los jueces de este mundo, se les ha visto bañados de un sudor frío dimanado del miedo que tenían. Se cuenta de un gentil llamado Pisón, que al presentarse ante el senado en traje d ereo, fue tran grande su confusión, que se suicidó porque no pudo hacerse superior a ella. ¡Que pena tan grande es también para un súbdito, o para un hijo, tener que comparecer ante el príncipe, o ante el padre, que irritados los mandan llamar para dar cuenta de un delito cometido! ¡Oh, cuanto mayor será la pena y la confusión que tendrá el alma al comparecer ante Jesucristo irritado, por haberle ella despreciado mientras vivía!

3. ¡Cuán llena de espanto estará el alma, que se presente manchada con el pecado ante tan justo Juez, al verle la primera vez, y verle irritado! San Basilio dice: que la atormentará todavía más la vergüenza que el mismo fuego del Infierno. Cuando los hermanos de José oyeron la reprensión que él mismo les daba: Ego sum Joseph, quem vendidistis: «Yo soy José a quién vendistes»: Dice la  Escritura, que no podían responderle sobrecogidos de terror. ¿Qué responderá, pues a Jesucristo el pecador, cuando le diga: «Yo soy aquél tu Redentor y tu  Juez a quien tu despreciaste tanto». ¿Dónde huirá entonces el desgraciado, pregunta San Agustín, cuando vea sobre si al juez irritado, a sus pies abierto el Infierno, a un lado los pecados que lo acusan, y al otro los demonios que le arrastran al suplicio, y la conciencia que le despedaza interiormente? ¿Quizá entonces pensará hallar piedad? Pero, ¿como podrá esperar piedad, dice Eusebio Emiseno, cuando ante todas las cosas deberá dar cuenta del desprecio que hizo de la piedad que tuvo con él Jesucristo?

TERROR QUE TENDRÁ EL ALMA CUANDO SEA EXAMINADA

4. Luego que el alma e presenta al tribunal de Jesucristo, le dice éste justísimo Señor: «Dame ahora cuenta de todas las obras de tu vida». Dice el Apóstol, que para hacerse el alma digna de la salvación eterna, ha de confirmar su vida con la de Jesucristo. (Rom. VII, 29 et 30). Escribió San Pedro, que en el juicio recto que hará Jesucristo, «apenas se salvará el justo que haya observado la ley divina, perdonado a sus enemigos, respetando a los Santos, y siendo manso y casto de corazón». Y luego añade: «¿Cuál será la muerte del pecador y del impío?» (I. Petr. iv, 18). «¿Cómo se salvarán los vengativos y los blasfemos, los deshonestos, y los maldicientes?» «¿Y cómo se salvarán aquellos cuya vida ha sido siempre contraria a la vida de Jesucristo?».


5. El Juez, ante todas las cosas, pedirá cuenta al pecador de los beneficios y de las gracias que le hizo para salvarle, de las cuales él no quiso aprovecharse. Le pedirá cuenta de los años que le concedió para servir a Dios: Vocabit adversum me tempus (Threm. I, 15) y él los gastó en ofenderle. En seguida se la pedirá de los pecados. Los pecadores cometen las culpas, y luego se olvidan de ellas; pero no las olvida Jesucristo, que tiene contadas todas nuestras iniquidades, como dice Job: «Tú tienes sellados y guardados como en una arquilla mis delitos». (Job. XVI, 17). Y también nos dice que «el día de la cuenta tomará el Señor la antorcha para escudriñar todas nuestras obras»: Et erit in tempore illo; scrutabor Jerusalem in lucernis (Sophon. I, 12). Mendoza comenta estas palabras, diciendo: Lucerna omnes angulos permeat. «La luz de la antorcha penetra en todos los ángulos de la casa»; lo cual quiere decir, que Dios descubrirá todos los defectos de la conciencia, grandes y pequeños; porque entonces, como dice San Anselmo: «Se pedirán cuentas hasta de sus miradas»; y San Mateo: «De toda palabra ociosa». Omne verbum otiosum, quod locuti fuerint homines, reddent rationem de eo in die judicci. (Matth. XII, 36).


6. El profeta Malaquías dice, que «así como se purifica el oro, separándose de la escoria, así el día del juicio se examinarán todas nuestras acciones, y se castigarán las que no sean buenas y arregladas a la ley divina. Hasta las obras justas, como por ejemplo, las confesiones, las comuniones, las oraciones han de ser examinadas entonces». (Psalm. LXXIV, 3). Y si han de ser juzgadas las miradas y las palabras ociosas; ¿con cuánto rigor se juzgarán las acciones deshonestas, las blasfemias, las murmuraciones graves, los hurtos y los sacrilegios? «En aquél día», -dice San Jerónimo- «cada alma verá por sí misma con grande confusión suya toda la fealdad de sus acciones».


7. «Pesados están en fiel balanza los Juicios del Señor». (Prov. XVI, 11). En la balanza del Señor no se pesa la nobleza, ni la ciencia, sino la vida y las obras. El aldeano, el pobre y el ignorante serán premiados, si mueren en la inocencia; y el noble,  el rico y el literato serán condenados, si resultan reos en el juicio, como dijo Daniel al rey Baltasar: Appensus es in statera, et inventus es minus habens. (Dan. V, 27) El P. Alvarez comenta estas palabras, diciendo: «No entran en la balanza el oro ni el poder; solamente fue pesado el rey».


8. Entonces el infeliz pecador se verá acusado por el demonio, que, como dice San Agustín, «repetirán ante el tribunal de Jesucristo las palabras con que prometimos ser fieles; y nos echará en cara todo lo que hicimos, y en que día y hora pecamos». Nos recordará en efecto el demonio, todas nuestras malas obras, señalando el día y la hora en que las hicimos; y terminará la acusación y el proceso con estas palabras que el mismo Santo pone en boca del demonio: «Yo no sufrí como vos bofetadas y azotes por este ingrato; sin embargo, él os ha vuelto las espaldas a vos, que tanto padecisteis por salvarle, y se ha hecho esclavo mío». También se presentará a acusarle el Ángel custodio, como escribe Orígenes, y dirá: «Yo he trabajado tantos años a su lado; él, empero, despreció todos mis consejos e inspiraciones». Entonces pues, hasta los amigos despreciarán el alma condenada en el juicio. Y la acusarán sus mismos pecados, según San Bernardo, diciéndole: «Tú nos cometiste, obra tuya somos, no te abandonaremos». (Lib. Medit. cap. 2).


9. Veamos ahora que excusas podrá alegar el pecador. Dirá que la mala inclinación natural le indujo al mal; pero se le responderá, que si bien la carne le inclinaba al pecado, ninguno le violentaba para cometerle: antes al contrario, si hubiese recurrido a Dios cuando se veía tentado, el Señor le hubiera dado fuerzas para resistir por medio de su gracia. Con este fin Jesucristo instruyó los sacramentos; y no habiendo querido valernos de ellos, ¿ de quién podemos quejarnos sino de nosotros mismos? Por esto dice San Juan: «Ahora no tienen excusa de sus pecados» (Joann. XV, 22). Dirá para excusarse, que el demonio le tentó; pero San Agustín dice que el enemigo está atado con cadenas como un perro, y que no puede morder a ninguno sino al que se acerca a él con demasiada confianza. Puede el demonio ladrar, más no morder sino a aquél que se le acerque a él y le preste oídos. Ved, pues, cuán necio es aquél a quien muerde el perro que está atado a la cadena. Alegará quizá para excusarse el mal hábito, pero no le valdrá semejante excusa, porque el mismo San Agustín añade: que aunque es difícil resistir a los malos hábitos, sin embargo, si se quiere de veras, se vencen con la ayuda de Dios. «El Señor›, -como asegura San Pablo-, ‹no permite que ninguno sea tentado más allá de lo que puede resistir». (I.Cor. X. 13).


10. «¿Que será de mi, -decía Job-, cuando Dios habrá de venir a juzgar?» «¿Ni que podré responderle cuando me pregunte?» «¿Y que le responderé cuando me buscare?» ¿Que podrá responderle a Jesucristo el pecador? ¿Que ha de poder contestar cuando se vea convencido? Callará confuso, como calló el hombre que según San Mateo (22, 12) fue hallado sin el vestido nupcial. Toda iniquidad cerrará su boca. Entonces dice Santo Tomás de Villanueva, no habrá intercesores a quienes pueda recurrir. ¿Quién te salvará entonces? ¿Dios? Más ¿cómo podrá salvarte Dios, dice San basilio, si tú le despreciaste? El alma que sale de esta vida en pecado se condena a sí misma, aún antes de que se pronuncie la sentencia contra ella.

TERROR DEL ALMA CUANDO SEA CONDENADA

11. Cuanta será la alegría de un alma, cuando sea recibida por Jesucristo a la hora de la muerte con aquellas dulces palabras: «Siervo bueno y leal, ya que has sido fiel en lo poco, yo te confiaré lo mucho, ven a tomar parte en el gozo de tu Señor» (Matth. XXV, 21). Tan grande será la pena y desesperación del alma condenada que se vea desechada por el Juez con aquellas palabras. «Apartaos de mi, malditos, id al fuego eterno» (Ibid. 41). ¡Oh, que acento tan terrible será para ella una sentencia semejante! Pero hagamos oyentes míos, unas reflexiones sobre nuestra conducta antes de terminar esta plática. Dice Santo Tomás de Villanueva (Conc. 1, de Jud.) que muchos oyen hablar del juicio y de la condenación de los réprobos; pero hacen tan poco caso de ello, como si estuviesen seguros que no les ha de caber esta suerte, o como si el día del juicio no hubiese de llegar para ellos. Y añade: Pero ¡que locura es tener seguridad en una cosa tan peligrosa! Algunos aunque vivan en pecado, dice San Agustín, no pueden ni siquiera imaginarse que Dios quiera enviarlos al Infierno, y dicen: ¿Será cierto que Dios nos ha de condenar? No hijos, dice el Santo, no digáis eso: reflexionad que muchos condenados no creían que habían de ser enviados al Infierno, pero murieron en pecado, y fueron arrojados a él, según la amenaza de Ezequiel: «El fin llega, ya llega el fin… y yo derramaré sobre ti mi furor, y te juzgaré». (Ezech. VII, 2 et 3). Pecador que me escuchas, ¿quién sabe si el castigo está ya próximo, y tu te burlas en el pecado? ¿Quién no temblará oyendo aquellas palabras del Bautista? «Ya la segur está aplicada a la raíz del árbol; todo árbol que no produce buen fruto, será cortado, y echado al fuego». (Matth. III, 10) ¿Cuál es este árbol que no da buen fruto, sino el pecador que no sigue la recta senda que Jesucristo le trazó? Sigamos, oyentes míos, el consejo del Espíritu Santo, que dice: «Antes del juicio asegúrate de tu justicia». (Eccl. XVIII, 19) Esto es, antes de presentarnos ante el juez, ajustemos las cuentas. Busquemos a Dios ahora que podemos hallarle, porque vendrá tiempo en que querremos, y no podremos. «Me buscaréis, y no me hallaréis» (Joann. VII, 36); porque entonces ya habrá expirado el plazo que Dios nos ha concedido para hacer penitencia y asegurar nuestra salvación. Por eso dice San Agustín: que «al juez que ha de juzgarnos de ha de aplacar antes del juicio, pero no en el juicio». Ahora, ahora, oyentes míos, podemos aplacar a Jesucristo, enmendando nuestra vida, abandonando la senda de los vicios y recobrando la gracia divina que perdimos por la culpa; cuando empero nos presentemos al Juez, si nos encuentra en pecado, por lo mismo que es justo, se verá precisado a hacer justicia, y no habrá remedio alguno para nosotros. ¿De que os servirá entonces haber nacido en el seno del cristianismo? ¿De que los sacramentos instituidos por Jesucristo para vuestra salvación? ¿De que la sangre de Cristo derramada en el árbol sacrosanto de la cruz. De hacer más intolerables las penas del Infierno, pensando que pudisteis salvaros tan fácilmente, y os condenasteis por vuestra culpa. 


 Despertad, pues, de este letargo criminal en que os tiene adormecidos el demonio: volveos a Jesucristo, a quien habéis abandonado por seguir a Lucifer; y os recibirá de nuevo en su amistad, y os abrazará amoroso, como abrazó su padre al Hijo pródigo del Evangelio, que volvió a la casa paterna cuando se vió perdido y sin recurso en el mundo, oprimido del hambre, y del gusano roedor de la conciencia.

lunes, 11 de febrero de 2013

DE LA MALA CONFESIÓN por San Antonio María Claret

DIOS PERMITE REVELACIONES DEL MÁS ALLÁ PARA NUESTRO BIEN Y PROVECHO
Todos seremos juzgados por Cristo.
El tribunal de la Penitencia, ahora, es de misericordia y perdón.
El tribunal de Cristo, luego de nuestra muerte, será de perfecta justicia.
Confesemos ahora TODOS nuestros pecados con verdadera

contrición y propósito de enmienda.

EJEMPLOS DE VARIOS ESTADOS

Hasta ahora te he propuesto, amado cristiano, el camino que debes seguir y el modo de poderte levantar, si por desgracia cayeres, que es el sacramento de la Penitencia. Exige, sin embargo, este Sacramento mucha disposición para acercarse a él debidamente, porque, de otra suerte, en lugar de levantarte te hundirás más en la iniquidad, añadiendo a tus pecados el peso enorme del sacrilegio; y si así, mal confesado, te acercases a la sagrada Mesa, ¡ay de ti!, ¡qué otra nueva maldad cometerías! Te harías reo del Cuerpo y Sangre de Jesucristo, y te tragarías, como dice San Pablo, la condenación. A fin, pues, de apartarte de tan enorme delito, voy a referirte algunos ejemplos de varios estados, copiados de San Alfonso Ligorio en su libro titulado Instrucción al pueblo.

1er Ejemplo de un hombre que hacía malas confesiones, y después, cuando quiso confesarse debidamente, no pudo; porque bien lo expresa el mismo Dios cuando dice: Me buscaréis y no me hallaréis y moriréis en vuestro pecado. Dice San Ligorio que en los anales de los Padres Capuchinos se refiere de uno que era tenido por persona de virtud, pero se confesaba mal. Habiendo enfermado de gravedad, fue advertido para confesarse, e hizo llamar a cierto Padre, al cual dijo desde luego: -Padre mío: Decid que me he confesado, mas yo no quiero confesarme. -¿Y por qué?, replicó admirado el Padre. –Porque estoy condenado -respondió el enfermo-, pues no habiéndome nunca confesado enteramente de mis pecados, Dios, en castigó, me priva ahora de poderme confesar bien. Dicho esto comenzó a dar terribles aullidos y a despedazarse la lengua, diciendo: -¡Maldita lengua, que no quisiste confesar los pecados cuando podías! Y así, haciéndose pedazos la lengua y aullando horriblemente, entregó el alma al demonio, y su cadáver quedó negro como un carbón y se oyó un rumor espantoso, acompañado de un hedor intolerable.

2do. Ejemplo de una doncella, que murió también impenitente y desesperada.– Cuenta el Padre Martín del Río que en la provincia del Perú había una joven india llamada Catalina, la cual servía a una buena señora que la redujo a ser bautizada y a frecuentar los Sacramentos. Confesábase a menudo, pero callaba pecados. Llegado el trance de la muerte se confesó nueve veces, pero siempre sacrílegamente, y acabadas las confesiones, decía a sus compañeras que callaba pecados; éstas lo dijeron a la señora, la cual sabía ya por su misma criada moribunda que estos pecados eran algunas impurezas. Avisó, pues, al confesor, el cual volvió para exhortar a la enferma a que se confesase de todo; pero Catalina se obstinó en no querer decir aquellas sus culpas al confesor, y llegó a tal grado de desesperación, que dijo por último: -Padre, dejadme, no os canséis más porque perderéis el tiempo y volviéndose de espaldas al confesor se puso a cantar canciones profanas. Estando para expirar y exhortándola sus compañeras a que tomase el Crucifijo, respondió: -¡Qué Crucifijo, ni Crucifijo! No le conozco ni le quiero conocer. Y así murió. Desde aquella noche empezaron a sentirse tales ruidos y fetidez, que la señora se vio obligada a mudar de casa, y después se apareció Catalina, ya condenada, a una compañera suya, diciendo que estaba en los infiernos por sus malas confesiones.

3er Ejemplo de un joven.– En este ejemplo se deja ver claramente aquel principio: o confesión o condenación para el que ha pecado mortalmente, y que todas las obras buenas y penitencias, sin preceder la confesión, de nada sirven para salir del miserable estado de la culpa, a no ser que se tenga un deseo eficaz y verdadero de confesarse, si entonces no se puede. La razón es evidente: el pecado mortal tiene una malicia infinita; para curar esta llaga infinita es absolutamente necesario un remedio infinito; este remedio infinito son los méritos de Jesucristo aplicados por medio de los Sacramentos; resulta, pues, que si pudiéndose recibir los Sacramentos no se reciben, o a lo menos no se desean eficazmente recibir, para cuando se pueda jamás se alcanza el remedio, como desgraciadamente sucedió al infeliz Pelagio.
Cuéntase en la crónica de San Benito de un cierto ermitaño llamado Pelagio, que, puesto por sus padres a guardar ganados, todos le daban el nombre de santo, y así vivió por muchos años. Muertos sus padres, vendió todos aquellos cortos haberes que le habían dejado, y se puso a ermitaño. Una vez, por desgracia, consintió en un pensamiento de impureza. Caído en el pecado viose abismado en una melancolía profunda, porque el infeliz no quería confesarlo para no perder el concepto de santidad. Durante esta obstinación pasó un peregrino que le dijo: -Pelagio, confiésate, que Dios te perdonará y recobrarás la paz que perdiste, y desapareció. Después de esto resolvió Pelagio hacer penitencia de su pecado, pero sin confesarlo, lisonjeándose de que Dios quizá se lo perdonaría sin la confesión. Entró en un monasterio, en donde fue al momento muy bien recibido por su buena fama, y allí llevó una vida áspera mortificándose con ayunos y penitencias. Vino finalmente la muerte, y confesóse por última vez; más así como por rubor había dejado en vida de confesar su pecado, así lo dejó también en la muerte. Recibió el Viático, murió y fue sepultado en el mismo concepto de santo. En la noche siguiente, el sacristán encontró el cuerpo de Pelagio sobre la sepultura; lo sepultó de nuevo; mas tanto en la segunda como en la tercera noche, lo halló siempre insepulto, de manera que dio aviso al Abad, el cual, unido con los otros monjes, dijo: “Pelagio, tú que fuiste obediente en vida, obedece también después de la muerte; dime de parte de Dios: ¿Es quizá su divina voluntad que tu cuerpo se coloque en lugar reservado?” Y el difunto, dando un aullido espantoso, respondió: -¡Ay de mí, que estoy condenado por una culpa que dejé de confesar; mira, Abad, mi cuerpo! Y al instante apareció su cuerpo como un hierro encendido, que centelleaba horriblemente. Al punto echaron todos a huir; pero Pelagio llamó al Abad para que le quitase de la boca la partícula consagrada que aún tenía. Hecho esto, dijo Pelagio que le sacasen de la iglesia y le arrojasen a un muladar, y así se ejecutó.

4º Ejemplo de la hija de un rey de Inglaterra: este caso es muy semejante al que antecede. –Refiere el P. Francisco Rodríguez que en Inglaterra, cuando allí dominaba la religión católica: el rey Auguberto tenía una hija de tan rara hermosura que fue pedida por muchos príncipes. Preguntada por el padre si quería casarse respondió que había hecho voto de perpetua castidad. Pedio su padre la dispensa de Roma, pero ella permanecía firme en no aceptarla, diciendo que no quería otro esposo que a Jesucristo; tan sólo pidió a su padre que la dejase vivir retirada en una casa solitaria, y como el padre la amaba, trató de no disgustarla, asegurándole una pensión cual a su rango convenía. Luego que estuvo en su retiro, se puso a hacer una vida santa de ayunos, oraciones y penitencias; frecuentaba los Sacramentos y asistía muy a menudo a un hospital para servir a los enfermos. Llevando tal género de vida, y joven todavía, cayó enferma y murió. Cierta señora que había sido su aya, haciendo oración una noche, oyó un gran estrépito, y vio luego un alma en figura de mujer en medio de un gran fuego y encadenada por muchos demonios, la cual le dijo: “Has de saber que yo soy la desdichada hija de Auguberto.” “¡Cómo!”, respondió la aya, “¿tú condenada después de una vida tan santa?” “Justamente soy condenada por mi culpa”, has de saber que siendo niña gustaba que uno de mis pajes, a quien tenía afición, me leyese algún libro. Una vez este paje, después de la lectura, me tomó la mano y me la besó. Empezó a tentarme el demonio, hasta que finalmente con él mismo ofendí a Dios. Fui a confesarme; empecé a decir mi pecado, y mi indiscreto confesor me interrumpió: “¡Cómo! ¿Esto hace una reina?” Entonces yo, por vergüenza, dije que había sido un sueño. Empecé después a hacer penitencias y limosnas, a fin de que Dios me perdonase, pero sin confesarme. Estando para morir dije al confesor que yo había sido una gran pecadora; respondiome el confesor que debía desechar aquel pensamiento como una tentación; después expiré, y ahora me veo condenada por toda una eternidad.” Y diciendo esto desapareció con tal estruendo, que parecía que se hundía el mundo, dejando en aquel aposento tal hediondez, que duró por muchos días.
Si esta infeliz se hubiese acercado debidamente al Sacramento de la Penitencia, cantaría al Señor cánticos de alabanza en el cielo; mas ahora, por su despreciable y maldita vergüenza, sirve de tizón en el infierno… ¡Y cuántas personas hay de todo estado, sexo y condición que experimentarán igual castigo si no acuden contritas a este Sacramento!

5º Ejemplo de una casada, muy parecido al antecedente; también lo refiere San Ligorio. –Cuenta el P. Serafín Razzi que en una ciudad de Italia había una noble señora casada que era tenida por santa. A punto de morir, recibió todos los Sacramentos, dejando muy buena fama de su virtud. Su hija rogaba de continuo a Dios por el descanso de su alma. Cierto día, estando en oración, oyó un gran ruido a la puerta; volvió la vista y vio la horrible figura de un cerdo de fuego, que exhalaba un hedor insufrible, y tal fue su terror, que se hubiera tirado por la ventana; mas la detuvo una voz que le dijo: “Hija, detente; yo soy tu desventurada madre, a quien tenían por santa; mas por los pecados que cometí con tu padre, y que por rubor nunca confesé, Dios me ha condenado al infierno; no ruegues, pues, más a Dios por mí, porque me das mayor tormento.” Y dicho esto, bramando, desapareció.

Tal vez, amado cristiano, preguntaras: ¿Es posible que un alma condenada aparezca? A esto te responderé que sí, y para sacarte de la duda quiero explicarte las razones. Escúchame, pues, y vamos por partes: “¿Tú bien crees en las santas Escrituras y en el Credo?” “Cierto que si” me contestarás, o de lo contrario te diría que eres un hereje. Pues de la Escrituras y del Credo, consta que nuestra alma es inmortal. La razón natural nos está clamando que es preciso que sobreviva al cuerpo nuestra alma, para que el pecador pueda recibir de Dios el castigo de sus pecados, que no recibió en este mundo; y el justo, el merecido premio de sus virtudes; de otra suerte, Dios no sería justo. Y se presenta esto tan claro, que aun el mismo Rousseau lo confesó diciendo: “Aunque no existiesen otras pruebas de la inmortalidad de nuestra alma que el triunfo del mal y la opresión de la virtud acá en la tierra, ésta sólo me quitaría cualquier duda que tuviese de ella.” También sabes y crees, según el Credo, en la Remisión de los pecados, es decir que por muchos pecados que haya cometido una persona, si se confiesa bien de ellos, le quedan todos perdonados; pero si se muere sin haberse confesado debidamente, basta un solo pecado mortal para quedar condenado eternamente. Y así como la bien ordenada justicia de la tierra (que es una participación de la justicia del cielo) tiene cárceles y suplicios para encerrar y castigar a los malhechores, también la justicia del cielo tiene cárceles y suplicios en el purgatorio e infierno para los que mueren en pecado o no del todo purificados. Sentados estos principios, valgámonos de una semejanza: ¿Has visto u oído referir que a veces el juez o el tribunal decreta que uno de los presos sea expuesto a la vergüenza y que otro sea azotado por los parajes más públicos? Y no todos los demás presos han de salir a la vergüenza, ni cuando sale aquél lo ven todos los habitantes del mundo, ni aun todos los de aquella ciudad por donde es paseado, sino algunos. Aplica ahora la semejanza: Dios Nuestro Señor, Juez supremo y dueño absoluto de vivos y muertos, en cualquier hora puede ordenar, y algunas veces ha ordenado, que algunos de los encerrados en las mazmorras del infierno, para confusión suya y escarmiento y utilidad nuestra, salgan de aquella cárcel y se aparezcan del modo más conforme al fin por el cual les manda aparecer. Y cuando aparecen no es menester que todo el mundo los vea; basta lo vean algunos y éstos participen a los demás, para que, escarmentando todos en cabeza ajena, pongan un grande y especial cuidado en no hacer malas confesiones, y para que por medio de una confesión general, acompañada de un verdadero dolor y firme propósito, se enmienden y hagan de nuevo todas las mal hechas, para no tener que experimentar después la misma desgraciada suerte. Este es el fruto y utilidad que debes sacar de este y otros ejemplos.

6º Ejemplo de una señora que por muchos años calló en la confesión un pecado deshonesto.– Refiere San Ligorio, y más particularmente el P. Antonio Caroccio, que pasaron por el país en que vivía esta señora dos religiosos, y ella, que siempre esperaba confesor forastero, rogó a uno de ellos que la oyese en confesión, y se confesó. Luego que hubieron partido los Padres, el compañero dijo a aquel confesor haber visto que mientras aquella señora se confesaba, salían muchas culebras de su boca, y que una serpiente enorme había dejado ver fuera su cabeza; mas de nuevo se había vuelto dentro, y entonces vio entrar tras de ella todas las culebras que habían salido. Sospechando el confesor lo que aquello significaba, volvió al pueblo y a la casa de aquella señora, y le dijeron que al momento de entrar en la sala había muerto de repente. Por tres días consecutivos ayunaron y rogaron a Dios por ella, suplicando al Señor les manifestase aquel caso. Al tercer día se les apareció la infeliz señora, condenada y montada sobre un demonio en figura de un dragón horrible, con dos serpientes enroscadas al cuello, que la ahogaban y le comían los pechos; una víbora en la cabeza, dos sapos en los ojos, flechas encendidas en las orejas, llamas de fuego en la boca, y dos perros rabiosos que le mordían y le comían las manos, y dando un triste y espantoso gemido, dijo: “Yo soy la desventurada señora que usted confesó hace tres días; a medida que iba confesando mis pecados, iban saliendo como animales inmundos por mi boca, y aquella serpiente que el compañero de usted vio asomar la cabeza y volverse dentro, era figura de un pecado deshonesto que siempre había callado por vergüenza; quería confesarlo con usted, pero tampoco me atreví: por esto volvió a entrar dentro y con él todos los demás que habían salido. Cansado ya Dios de tanto esperarme, me quitó de repente la vida y me precipitó al infierno, en donde estoy atormentada por los demonios en figuras de horribles animales. La víbora me atormenta la cabeza por mi soberbia y demasiado cuidado en componerme los cabellos; los sapos me cierran los ojos, por las miradas lascivas; las flechas encendidas me lastiman las orejas, por haber escuchado murmuraciones, palabras y canciones obscenas; el fuego me abrasa la boca, por las murmuraciones y besos torpes; tengo las serpientes enroscadas al cuello que me comen los pechos, por haberlos llevado de un modo provocativo, por lo escotado de mis vestidos y por los abrazos deshonestos; los perros me comen las manos, por mis malas obras y tocamientos feos; pero lo que más me atormenta es el formidable dragón en que voy montada, que me abrasa las entrañas, y es en castigo de mis pecados impuros. ¡Ah, que no hay remedio ni misericordia para mí, sino tormentos y pena eterna! ¡Ay de las mujeres! –añadió-, que se condenan muchas de ellas por cuatro géneros de pecados: por pecados de impureza, por galas y adornos, por hechicerías y por callar los pecados en la confesión; los hombres se condenan por toda clase de pecados; pero las mujeres, principalmente por los cuatro.” Dicho esto, se abrió la tierra y se hundió esta desdichada hasta el profundo del infierno, en donde padece y padecerá por toda una eternidad.

Haz reflexión, cristiano, y entiende cómo Dios Nuestro Señor mandó salir a esta infeliz señora de la cárcel del infierno y que pasase por la vergüenza, para que los mortales supiesen la muerte que les esperaba si pecan y no se confiesan bien. Ojala sacases tú de la lectura de este ejemplo el fruto que otros han sacado, haciendo una buena confesión y enmendándote del todo. Un autor dice que este caso ha convertido más gente que doscientas cuaresmas. El misionero P. Jaime Corella hizo voto de predicarlo en todas las misiones, por el grande provecho que causaba a los fieles. Hasta un Prelado hizo una fundación para que en ciertos tiempos del año se predicase o se leyese este caso en la iglesia. Mas, ¡ay de ti si no te aprovechas de él! ¡Ay de ti si no confiesas todos tus pecados! ¡Ay de ti si, mal preparado, vas a recibir la sagrada Eucaristía! Mejor fuera que no hubieses nacido.

-EL QUE CALLA UN PECADO MORTAL REALIZA UNA CONFESIÓN SACRÍLEGA E INVÁLIDA-

Del Camino Recto y Seguro para llegar al Cielo, por San Antonio Mª Claret
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