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lunes, 20 de mayo de 2024

ELOGIO DE LA VIDA SENCILLA


La lectura sosegada de la poesía de Pemán permite al lector valorar la vida de otra manera. La brillantez intelectual se amalgama con el pensamiento cristiano católico. Pemán pudo conjugar, sin negar ni reprimir sus ideas, su talante creador y su fe en Dios. De ahí la tácita manifestación de esa fe cristiana en su obra poética.

La figura de José María Pemán (Cádiz, 1898-1981) es central en la literatura española del siglo veinte. No cabe duda de que su poesía está entre lo mejor de la última centuria. El conjunto de su poesía nos muestra a un poeta con una sensibilidad humanista superior.


Elogio de la vida sencilla

(José María Pemán)


Vida inquieta, frenesí

de la ambición desmedida...

¡Qué mal comprende la vida

el que la comprende así!


la vida es soplo de hielo

que va marchitando flores;

no la riegues con sudores

ni la labres con desvelo;


la vida no lo merece:

que esa ambición desmedida

es planta que no florece

en los huertos de la vida.


Necio es quien lucha y se afana

de su porvenir en pos:

gana hoy pan y deja a Dios

el cuidado de mañana.


Vida serena y sencilla,

yo quiero abrazarme a ti,

que eres la sola semilla

que nos da flores aquí.


Conciencia tranquila y sana

es el tesoro que quiero;

nada pido y nada espero

para el día de mañana.


Y así, si me da ese día

algo, aunque poco quizás,

siempre me parece más

de lo que yo le pedía.


Ni voy de la gloria en pos,

ni torpe ambición me afana,

y al nacer cada mañana

tan sólo le pido a Dios


casa limpia en que albergar,

pan tierno para comer,

un libro para leer

y un Cristo para rezar;


que el que se esfuerza y se agita

nada encuentra que le llene,

y el que menos necesita

tiene más que el que más tiene.


Quiero gozar cuanto pueda,

y, con acierto y medida,

gastar moneda a moneda

el tesoro de mi vida;


mas no quiero ser jamás

como el que amontona el oro

y no goza del tesoro

por acrecentarlo más.


Quiero gozar sin pasión,

esperar sin ansiedad,

sufrir con resignación,

morir con tranquilidad;


que, al llegar mi postrer día,

quiero pensar y decir:

"Viví como viviría

si ahora volviera a vivir.


Viví como un peregrino,

que, olvidando los dolores,

pasó cogiendo las flores

de los lados del camino;


cantando he dejado atrás

la vida que recorrí;

pedí poco y tuve más

de lo poco que pedí;


que si nadie me envidió

en el mundo necio y loco,

en ese mundo tampoco

he envidiado a nadie yo.


Tras los honores no voy;

la vida es una tirana,

que llena de honores hoy

al que deshonra mañana.


No quiero honores de nombres;

vivo sin ambicionar,

que ese es honor que los hombres

no me lo pueden quitar.


He resuelto despreciar

toda ambición desmedida

y no pedirle a la vida

lo que no me puede dar.


He resuelto no correr

tras un bien que no me calma;

llevo un tesoro en el alma

que no lo quiero perder,


y lo guardo porque espero

que he de morir confiado

en que se lo llevo entero

al Señor, que me lo ha dado.


José María Pemán

(1898-1981)

sábado, 5 de enero de 2019

LOS REYES MAGOS



La Epifanía es nuestra Navidad


¡Qué gran misterio el de la Epifanía! Yacía Jesús en un pesebre y sin embargo, como Dios que era, guiaba a los magos que venían desde el oriente. Se escondía en un establo y se manifestaba a los Reyes.

En esa carne mortal, en ese niño humilde, adoraron al Verbo de Dios: en su infancia a la Sabiduría; en su debilidad a la Fortaleza; en sus pañales al Rey de Reyes; y en su realidad de hombre, al Señor de la Gloria.



Con sus dones los Reyes Magos predicaron a Dios a quien ofrecieron incienso, al Rey merecedor del símbolo por excelencia de la realeza, el oro, y al hombre al que un día habría que ungir con mirra.


Del mismo modo, presurosos y dóciles, llevémosle nosotros la voluntad de servirlo y amarlo ante todo.

Han llegado los santos Reyes Magos, protagonistas principales de la Epifanía de Nuestro Señor Jesucristo. Lamentablemente los católicos parecemos haber perdido de vista el significado de esta Solemnidad, que pasa un tanto desapercibida aunque sea la Navidad de las naciones.


Signo de lo cual es la abrumadora propaganda que tiene Papá Noel, desconocido casi por completo no muchos años ha, en detrimento de nuestros tradicionales astrónomos.


Nademos nosotros contra corriente, restaurando la tradición católica en la mente y en el corazón de nuestros hijos. ¡Qué las "verdades" de los racionalistas sean para ellos malos sueños, como enseña este cuento de José María Pemán que los Reyes han dejado como presente a nuestros lectores:




El Republicano y los Reyes Magos


Como su padre había sido también republicano y racionalista, le había puesto por nombre Sócrates. Él, a su vez, siguiendo la costumbre, le había puesto a su hijo Plutarco.

Su mujer, obesa y dulce, disculpaba todo esto, con la sumisa tolerancia de las mujeres españolas. Tenía un supersticioso respeto para ese mundo de fronteras inviolables donde se encierran las «cosas de los hombres».
Estaba segura de que su marido tenía «buen fondo», que es lo que importa, y de que, cuando se sintiese morir, pediría los sacramentos.

Respaldada en estas confianzas, con su bata de flores y su manojo de llaves, iba y venía por la casa, callada, hacendosa, humilde de llamarse, sencillamente, Rosario, entre el bebedor de la cicuta y el autor de las Vidas paralelas.

Don Sócrates era republicano federal. Profesaba las «ideas nuevas», o sea, las ideas francesas y alemanas de 1890. En un estante, encuadernadas y con cantos de oro, guardaba las obras de Castelar, Pi y Margall, Salmerón, Darwin y Augusto Compte. Y su mujer les quitaba el polvo, todos los sábados, con un plumerito, cogiendo cada tomo displicentemente, con dos dedos, para no contagiarse, como quien coge una viborilla.

Don Sócrates había oído, en sus mocedades, un discurso de Castelar en un círculo republicano. Era la anécdota más emocionante de su vida, y recordaba todos los detalles de la escena.
Al terminar, había logrado llegar hasta el orador y apretarle una mano, diciendo:

—No sé cómo puede usted respirar, don Emilio.
Y don Emilio se había vuelto a él y le había hablado. Era la única vez que le había hablado don Emilio. Le había dicho:
—¡Je!… ¡La costumbre!

Y aquella noche, Rosario alzó de pronto sus dulces ojos cansados de la costura.
—Sócrates, ¿sabes que Plutarquito le ha pedido una trompeta a los reyes magos?
Sócrates dejó sobre la camilla el periódico que leía, se quitó los quevedos y replicó con severidad:
—Rosario: es menester acostumbrar al niño, desde chico, a no pedir nada a los reyes…
—Pero ya tú ves: una trompeta…
—Una trompeta todavía menos; al son de una trompeta ha cometido la humanidad todas sus grandes estupideces.
Hubo una pausa. Sócrates terminó:
—Se empieza pidiendo a los reyes una trompeta y se acaba pidiéndoles una credencial. Es menester infundir en el niño, desde ahora, la dignidad del ciudadano libre... Es preciso que se entere que cada uno tiene que buscarse lo suyo, de día y muy despabilado. Que nadie le trae a uno nada...
—Pero, hijo, tiempo tiene el niño de enterarse de eso. Todavía es pronto…
—Nunca es pronto para la verdad…
—Está bien, hombre. No te enfades…
Y Rosario bajó la cabeza otra vez sobre la costura, y no habló ya una palabra. Porque había tomado la resolución que todas las mujeres dulces y sumisas toman siempre ante estos pequeños conflictos: no discutir más.

La escena que se desarrolló a prima noche, la noche de reyes, no tuvo originalidad ninguna. Desde la alcoba matrimonial se oyó la voz adormilada de don Sócrates:
—Pero, Rosario, ¿no vienes? Y Rosario, que cosía en la salita, contestó sencillamente:
—Espérate, Sócrates, que tengo que acabar de marcar estos calcetines. Duérmete tú…
Y aguzando el oído, esperó unos momentos a que la respiración de su marido, que se filtraba entre las cortinas de la alcoba, fuese convirtiéndose en un ronquido leve, pacífico y sereno, característico de los niños y de los republicanos federales.
Entonces Rosario se descalzó para no hacer ruido, se dirigió a un armario y sacó un envoltorio de papel...
Nadie se desliza más suavemente que las madres, en la noche de reyes. Calzadas de silencio y de ternura, resbalan como hadas, en suave complicidad con la alfombra...
Así entró doña Rosario en la alcoba con su bata de flores... obesa y sublime, sobre la sordina de sus pies descalzos.
Plutarquito dormía apaciblemente en su cama de metal dorado, bajo una litografía de la Sagrada Familia de Murillo. Porque don Sócrates no creía, pero respetaba el arte. Doña Rosario recorrió tácitamente la habitación... e iba a dar un beso a Plutarquito, cuando se sintió bruscamente separada de un empellón.

Miró con horror y encontró tras de sí a su marido, magnífico y desconcertante, con sus zapatillas, su largo batín azul y su gorro con borla. Estaba agigantado por la ira. Parecía la imagen de la inteligencia rompiendo la superstición.
Don Sócrates sentencio:
—Rosario, te oí salir de puntillas del gabinete, y me lo supuse todo. Porque otra cosa no podía ser. Tienes cincuenta años y pelos en la barba.
Y después de estas declaraciones mortificantes, don Sócrates encendió la luz eléctrica, zamarreó fuertemente a Plutarquito para despertarlo y exclamó con tono de arenga revolucionaria:
—¡Plutarco! ¡Plutarco! No he de dejar que siembren de errores tu razón naciente. Fíjate bien. ¿Ves a tu madre? Tu madre es la que te ha traído esa ridícula trompeta bélica. No creas nunca que te la trajeron los reyes magos. Eso es una superchería. Nebrija dice que los tres reyes magos ni fueron tres, ni fueron reyes, ni fueron magos...
Rosario lloraba tras su marido. Plutarquito se había despertado a medias y pugnaba por abrir sus ojos azules. Don Sócrates tomó a su mujer con una mano... y recalcó apocalípticamente: 
—Graba bien lo que te digo, Plutarco. ¿Ves a tu madre? ¿Ves la trompeta? ¿Ves la realidad cruda?
Plutarquito abrió un ojo con dificultad. Bostezó. Le temblaba la voz.
—Veo a mamá y a la trompeta. Lo otro no lo veo…
—Quiero decir, Plutarco, que es preciso que, desde niño, aprendas a guiarte por lo que ven tus ojos y no por…
Plutarquito se había dormido profundamente. El sueño de sus seis años sin remordimientos podía más que las sonoras palabras del racionalista.

A la mañana siguiente, don Sócrates estaba desayunándose en la cama. Don Sócrates desayunaba en la cama los días que no tenía oficina. Tomaba frutas y espinacas, porque era vegetariano. De pronto irrumpió en la alcoba Plutarquito, tocando sonoramente la trompeta. Don Sócrates le hizo subir a la cama sobre sus rodillas.
—Vamos a ver, Plutarquito, ¿quién te ha traído esa trompeta?
—Toma…, ¡los reyes!
—Pero, entonces, ¿no recuerdas que esta noche?…
—Verás, papá. Esta noche, cuando me acosté, me quedé con los ojos muy abiertos, para no dormirme, y ver entrar a los reyes. Paquito, el primo, me había dicho que él los vio el año pasado, y que entraron en su cuarto por el balcón. Y yo los vi esta noche. Gaspar tenía una barba blanca, como el tío Miguel. Y Melchor era negro. Parecía un limpiabotas. Llevaban todos unos mantos muy largos, muy largos…
—Pero, luego…
—Luego me dormí, papá. Y soñé una cosa rarísima y divertidísima. No me atrevo a decírtela.
—¿Qué soñaste?
—Soñé que tú, papá, estabas junto a mi cama. Llevabas una sotana azul muy larga y un gorro colorado. ¡Qué ridículo! Parecías uno de esos muñecos de la feria a los que se le pueden tirar seis pelotas por una perra gorda.
—¿Y qué más?
—¡Qué sé yo! Allí empezaste a decir que si la trompeta la había traído mamá, que si los reyes magos no eran de verdad. ¡Qué sé yo! ¡Tonterías! Yo no recuerdo bien todos los disparates que decías.
Luego bajó la voz y añadió:
—Pero no se lo vayas a contar a mamá. Porque, cuando sueño cosas raras, mamá me da una cucharada de sal de fruta.

Don Sócrates bajó la cabeza pensativo. Entre las cortinas se dibujaba la figura obesa y dulce de doña Rosario, sonriente, paciente, ligeramente irónica; segura de su triunfo definitivo.

Don Sócrates reanudó su austero desayuno de vegetariano. Estaba perplejo. Los reyes magos habían podido más que él. Sus verdades eran sueños para su hijo… 



martes, 4 de febrero de 2014

A CRISTO CRUCIFICADO (Reflexión, oración y poesía)


Es fácil admirar a los hombres y mujeres que destacan y brillan por cualquier motivo, es fácil situarse detrás de líderes fascinantes, la vida de los famosos se vende en las revistas, ¿pero quién conoce el nombre de los crucificados de nuestro mundo? ¿Quién se interesa por la suerte de los marginados? Y sin embargo, Cristo estuvo entre ellos. El cristiano no puede dejar de lado la cruz del Señor. La cruz fue el suplicio de Jesús y…, ¡es la marca del cristiano!. ¿Por qué pues hemos hecho de la cruz sólo un simple adorno, una joya para nuestros cuellos? ¿Por qué olvidamos tan fácilmente el mensaje y la vida de la cruz? Decimos muy fácilmente que el cristiano es el discípulo de Jesús, que nuestra vida es el seguimiento de las huellas del Señor. Pero cuando en ese seguimiento aparece la sombra de la cruz… ¡ay!… ¡qué pocos continúan! ¡Cuánto nos parecemos a aquella semilla que cayó en terreno pedregoso, que brota enseguida, pero que al llegar la tribulación, sucumbe! ¡Qué poco cuenta la cruz en nuestros planes personales!

Y sin embargo, Cristo, de quien decimos que es nuestro Señor, está en la cruz. “Cristo, a pesar de su condición divina, no hizo alardes de su categoría de Dios”. Cristo era Dios, pero se presentó como un hombre cualquiera. Más aún, ni siquiera hizo alardes de su categoría. Nosotros no somos, pero alardeamos. Qué bien se nos podría aplicar el refrán: “Dime de lo que presumes, te diré de lo que careces”. La vida de Jesús es paradigmática para nosotros. Pero en este sentido, y más aún que la vida, el modelo para nosotros es su propia muerte: “Y así, actuando como un hombre cualquiera se rebajó hasta someterse incluso a la muerte” e inmediatamente Pablo añade de su puño y letra: “y muerte de cruz”. No una muerte cualquiera, sino la destinada a los malhechores, a los delincuentes. ¿Quién podría pensar que el crucificado era el salvador del mundo? ¿Quién podría pensar que en la cruz estaba clavada la salvación del mundo?. El escándalo de la cruz. “Nosotros predicamos a Cristo crucificado, escándalo para los judíos y locura para los paganos” (1 Cor 1,23). Así expresa Pablo la reacción espontánea de todo hombre puesto en presencia de la cruz redentora. Los discípulos lo abandonaron y huyeron. ¿Y nosotros? ¡Cuántas veces hemos dulcificado el mensaje de la cruz!. ¡No terminamos de creer que la cruz está en el designio salvífico de Dios! Ojalá a nosotros se nos abrieran los ojos, como a los discípulos de Emaús, para saber reconocer al crucificado. Ojalá comprendiésemos que el conocimiento de la cruz es fuerza de Dios y sabiduría de Dios (cf. 1 Cor 1,18-24). Pablo exhortaba a todas sus comunidades a someterse al mensaje de la cruz, a tener un modo de pensar y actuar caracterizado por la cruz de Cristo; exhortación a abandonar el poder, la fama, los privilegios los propios intereses, como él mismo lo hizo. Quien no lo hace así, quien va tras lo terrenal y cuyo caminar no está movido por el mensaje salvífico de la cruz es, según nos dice Pablo en la carta a los Filipenses, enemigo de la cruz de Cristo: “su final será la perdición, su dios, el vientre; se enorgullecen de lo que debería avergonzarlos y sólo piensan en las cosas de la tierra” (Flp 3,17-19).

Pero nosotros los cristianos, debemos ser los amigos de Jesús, y por tanto, amigos de la cruz. Es la invitación que Jesús nos hace en el Evangelio: “El que quiera venir en pos de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz de cada día y me siga” (Lc 9,23).

«Cargar con la cruz» significa hacer el mismo camino que Jesús y ello comporta tres grandes exigencias: el discípulo debe, en primer lugar, negarse a sí mismo, es decir, convertirse de raíz, renunciando a sus propios criterios humanos para asumir los criterios de Dios, que no pocas veces trastocan nuestros juicios y valoraciones. En segundo lugar, debe proyectar su vida en términos de donación, no de posesión; el que apuesta toda su existencia por el tener queda empobrecido en el ser; sólo una vida de entrega y solidaridad es vida en plenitud, porque en su entramado más profundo el hombre está hecho de amor. El discípulo, en tercer lugar, debe testimoniar valientemente su fe, incluso cuando ello le acarree burlas, ultrajes y persecuciones; la fe es una fuerza que ha de regir toda la existencia del cristiano, y no es posible deshacerse de ella a la hora de la prueba.

La cruz, la auténtica, siempre ha sido y será escándalo y necedad. Sólo los humildes y los crucificados pueden entenderla. Y quien la entienda y la viva será el auténtico cristiano.

ORACIÓN

Padre, ilumina nuestra vida con la luz de Jesús, quien no vino a ser servido, sino a servir. No permitas que desfiguremos el rostro auténtico de Jesús. No dejes que, cobardemente, rehuyamos la cruz. La cruz es dura, y no la soportamos, por eso, danos tu gracia, sé, hoy, nuestro Cireneo, oh Señor. Que nuestra vida sea como la de Él: servir. Grano de trigo que muere en el surco del mundo. Oh, Jesús, Buen Señor, que das la vida por los hombres, permítenos asociarnos al misterio de tu cruz.




A CRISTO CRUCIFICADO*
(poema de José Ma. Pemán)

Cuerpo llagado de amores, 
yo te adoro y te sigo
Señor de los Señores, 
quiero partir tus dolores 
subiendo a la cruz contigo, 
quiero en la vida seguirte,  
y por sus caminos irte alabando
y bendiciéndote...
y bendecirte sufriendo... 
y muriendo, bendecirte...

Quiero Señor en tu encanto
tener mis sentidos presos, 
y unido a tu cuerpo Santo, 
mojar tu rostro con llanto, 
secar tu llanto con besos. 
Señor, aunque no merezco 
que Tú escuches mi quejido, 
por la muerte que has sufrido 
escucha lo que te ofrezco, 
y escucha lo que te pido: 

A ofrecerte, Señor vengo mi ser, 
mi vida, mi amor, mi alegría, mi dolor´ 
cuanto puedo y cuanto tengo 
cuanto me has dado, Señor, 
y a cambio de este alma llena de amor 
que vengo a ofrecerte, dame una vida serena 
y una muerte santa y buena...

*Fragmento de "Ante el Cristo de la Buena Muerte"

miércoles, 18 de enero de 2012

SAN FRANCISCO Y LA GÁRGOLA cuento de José María Pemán



Allá en las alturas de una vieja catedral gótica, donde apenas llegaba como un rumor lejano el ajetreo de la ciudad que hervía a sus pies, había una gárgola de piedra que, en forma de dragón imaginario, con la cabeza erizada por una cresta inverosímil, se reguindaba hacia afuera, abriendo desmesuradamente su boca amenazadora.

A poca distancia de ella, sobre el extremo de un arbotante calado como un encaje, había una estatuilla de San Francisco de Asís, labrada por un artista ingenuo en purísimo mármol blanco, con los ojos arrobados y las manos extendidas, como si se dispusiera a predicar, desde aquellas alturas, a las avecillas del cielo.

Y ocurría que una y otro —la gárgola y el santo -se pasaban la vida enzarzados en una continua disputa. La gárgola era gruñona y descontentadiza como vieja. Y aburrida ya de estar siglos y siglos a la intemperie, llena de verdín y escurriendo agua hacia la calle, protestaba a cada momento de cuanto veía y atisbaba en la ciudad desde aquel alto observatorio. San Francisco, en cambio, con voz dulce y templada, le reprendía a cada momento por aquellos desahogos y berrinches, y llamándola cariñosamente "hermanita gárgola", quería atraerla al buen camino y hacerla más dulce y tolerante con los hombres y las cosas. Pero el dragón de piedra era poco sufrido, y apenas iniciaba el santo una de aquellas pláticas que hasta las cigüeñas se paraban a escuchar, empezaba a bramar y a decir improperios, ahogando así entre los berridos de su enorme bocaza las palabras de leche y miel del divino poeta... El tema de las lamentaciones de la gárgola era siempre el mismo: la comparación de sus viejos tiempos, tan poéticos e ideales, con estos de ahora, tan rastreros y materialistas, viniendo siempre a la consecuencia de que la Humanidad camina a toda prisa cuesta abajo.

Acababa de pasar, cuando ocurrió lo que aquí se cuenta, un invierno crudo y tempestuoso como pocos, y el infeliz dragón, después de haber estado durante meses cubierto de ampos copos de nieve, estaba ahora húmedo y sucio, y llenos sus ojos salientes de legañas de verdín. Esto le traía de peor humor que de costumbre, y como oyera que el San Francisco de mármol aprovechando que entraba la primavera, comenzaba a entonar un himno al hermano Sol, lo interrumpió con furiosas carcajadas, abriendo más que solía su boca de cocodrilo:

— ¿Pero ahora sales con eso, poeta? ¿Todavía andas de humor de agradecerle a Dios el beneficio de la luz? ¡Viviéramos mil veces en tinieblas, y nos ahorráramos de ver las cosas que desde aquí vemos!...

—Pero, hermana gárgola...

-Déjate de pamplinas; ¿no estás viendo ese edificio que nos están levantando ahí en la plaza, en nuestras propias narices? Parece otra torre de Babel que pretendiera escalar el cielo; cada día ponen un piso. Y ese juguete de cemento, ligero como todo lo de ahora, acabará por ahogarnos y quitarnos el aire y la luz. ¡A nosotros, que somos la herencia venerable de un siglo grande y fuerte!

—A pesar de todo, hermanita gárgola, con eso comen cientos de familias.

— ¡Y es un Banco! —le interrumpió el dragón, sin hacerle caso-. ¡Un Banco! ¡La verdadera catedral moderna, donde se adora al único dios de este siglo...! El otro día oí decir a unos albañiles que trabajaban en ese andamio que sobre la cúpula, como remate de todo, piensan poner un muñecón, pintado de purpurina, que represente a Mercurio, el dios de los comerciantes y de los ladrones... Y por eso suben y suben tanto el edificio; quieren que su Mercurio este por encima de la cruz de nuestra torre.

—¿Por qué has de pensar siempre así, hermanita?

—Porque es la realidad, hermano poeta. ¿No ves esos letreros de oro —aquí todo es de oro- que llenan los pisos y balcones del Banco? La palabra "crédito" aparece una y mil veces en ellos como una obsesión: "crédito", es decir, mentira, humo, farsa... Porque eso es lo que hacen ahí dentro: negociar una y mil veces con un dinero que no existe en parte alguna. ¡0h, aquel venturoso tiempo, en que en las gradas y en los porches de esta catedral se sentaban al sol los mercaderes y, después de oír misa, contrataban, en el nombre de Dios, sus mercancías!

— ¿Y acaso, tapujados con el nombre de Dios, no había entonces también sus engaños y rapiñas? No es la forma, hermanita, sino el espíritu lo que a Dios importa, y...

—Calla, calla, hermano Francisco; ¿no te da en la cara en este momento una humareda espesa y negra? ¡Ah, malditas fábricas! Toda la ciudad está llena de chimeneas de ladrillos rojos y ahumados, que infestan el aire... Tú mismo, hermano, estás lleno de polvillo negro y apestas a carbón como un obrero...

—Ese olor de carbón sobre la blusa de un obrero huele a flores allá arriba. Esas columnas de humo negro de las fábricas suben hasta el trono de Dios lo mismo que las columnas de incienso; y en verdad te digo, hermanita gárgola, que lo mismo agradan unas que otras al Señor.

—¿Y qué me dices de esos letreros? Tiende la vista sobre la ciudad, hermanito Francisco, hasta donde se ahoga en la bruma, y no verás más que letreros y letreros con anuncios. Es como un pregón gigantesco y general que se alza de los cuatro ámbitos de la ciudad; toda ella es lonja y mercado... Y me sulfura, sobre todo, hermano, la forma insolente e imperativa en que están redactados; no piden, no ofrecen, sino que mandan. "Tome usted esto. Visite usted aquello. Púrguese. Tíñase el pelo." Son un poema de mala educación. Además, ¿no te has fijado, hermano, que en esos letreros de bombillas de colores, que parpadean por la noche apagándose y encendiéndose, de cada tres, dos anuncian un aperitivo? Y es que los hombres de ahora han dado en excitar con drogas el apetito para hacer de la gula un culto... ¿Qué dices de esto tú, hermano poeta, tú que te pasaste toda una Cuaresma en el lago de Perusa con medio panecillo?

—Digo, hermana, que es imprudente echar en cara a nadie lo que en otros fueron inmerecidas gracias del Señor.

— ¡Oh! ¡Me sublevas con tu cachaza, hermanito! Pero, mira ¿no ves en aquella calle aquella capillita que están levantando? Hasta para hacerle casas a Dios son encogidos y raquíticos estos hombres de ahora. Parece que está hecha con las arrebañaduras de materiales que sobraron al hacer este Banco. Su campanita tímida y afónica apenas sobresale del estruendo babilónico de los "autos", los camiones y los tranvías.

— ¡Oh, basta, basta, por Dios, hermana! —suplicó el santo, Pero el dragón de piedra prosiguió cada vez con más furia: -¿Cómo ha de bastar, si esto no es más que empezar con lo que veo desde aquí? ¡Oh, si no fuera por esta bondadosa condición mía, qué cosas no habría de decir de esos gusanillos pedantes y ridículos que se mueven a mis pies! ¡Cómo corren y se ajetrean, y pasan una y mil veces, jadeantes y sudosos, con la frente baja, en busca de sus negocios chiquitos y de momento! Son como aquellos chicharitos verdes de la leyenda, que, como estaban siempre en sus vainas verdes, también se creían que todo el mundo era verde. Estos se creen que no hay más mundo que esa colmena donde viven ahora. Ni se quitan el sombrero cuando pasan ante nosotros, ni levantan nunca los ojos para mirar esa franjita azul de cielo que se asoma entre las cornisas de sus Bancos y de sus palacios. Por eso los veo yo desde aquí hervir a todas horas, como los gusanos de un estercolero, blasfemando el uno, robando el otro, mintiendo el de más allá... ¡Ah, si pudiera yo tragarme de una vez toda esa charca de ahí abajo!

Y al decir esto, la terrible gárgola abrió desmesuradamente la boca, como si quisiera poner en ejecución lo que decía...

Pero, en aquel momento, por encima de la catedral pasaba, sobre el fondo azul del cielo, una bandada de golondrinas, que entraba con la primavera.

-¡Venid a mi, hermanitas golondrinas! -exclamó al verlas el santo; y una pareja de ellas vino a posarse suavemente en sus manos blancas—. Id, hermanitas —prosiguió—, y haced vuestro nido allí, en la boca de aquel monstruo.

Las golondrinas obedecieron, y, piando alegremente, se entraron por las fauces de piedra de la gárgola, hasta lo más hondo. El dragón, que tenía la boca desmesuradamente abierta, como para tragarse al mundo, al sentir el contacto caliente de aquellas criaturas de Dios, se quedó mudo e inmóvil, sin atreverse a cerrar sobre ellas sus mandíbulas, como si les brindara amorosamente aquel refugio para su nido.

Entonces, aprovechando aquella forzada mudez del malhumorado dragón, la estatua blanquísima del santo comenzó pausadamente a recitar su interrumpido cántico al hermano Sol.

Bendijo al Sol, y al aire, y al cielo, dádivas generosas del Señor que los hombres no saben agradecer; y dijo que el que ama estas cosas se le hace el espíritu claro y luminoso, y está más pronto para perdonar que para maldecir; y añadió, mirando a la gárgola, que no son los tiempos ni las cosas buenas ni malas, sino que es el espíritu del hombre el que las hace bellas o feas a los ojos del Señor; que todo en el mundo —ayer como hoy—, trabajo, afán, negocio o lo que sea, todo puede convertirse en oración y cántico con sólo mezclarle una partecilla de amor, que es la sal y la levadura de las cosas todas.

Las palabras del santo, como espiras de incienso, subían lentamente en el silencio tibio de la tarde primaveral. El dragón de piedra le escuchaba con ojos sumisos, sin atreverse a mover su enorme boca, en cuyo fondo, el alborotado piar de los pájaros, cantaba el triunfo del amor y de la vida.

Tomado de Cuentos sin Importancia, cuento: Apólogo de San Francisco y la Gárgola.
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lunes, 11 de mayo de 2009

ANTE EL CRISTO DE LA BUENA MUERTE

El exquisito poeta gaditano, Don José María Pemán y Pemartín, se hincaba frecuentemente ante la faz amorosa del Cristo de la Buena Muerte que se venera en la iglesia de San Agustín en Cádiz (ver imagen abajo). El poema que presentamos hoy es fruto de sus amorosas conversaciones con el Señor crucificado. Y tanto ardió su alma ante el madero de esa cruz que, con los últimos gestos, pidió se lo leyeran cuando se estaba muriendo.
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De amor que vengo a ofrecerte, dame una vida serena y una muerte santa y buena…¡Cristo de la Buena Muerte!
.

Ante el Cristo de la Buena Muerte
Poesía de José María Pemán


¡Cristo de la Buena Muerte,
el de la faz amorosa,
tronchada, como una rosa,
sobre el blanco cuerpo inerte
que en el madero reposa!
¿Quién pudo de esa manera
darte esta noble y severa
majestad, llena de calma?
¡No fue una mano, fue un alma
la que talló tu madera!
Fue, Señor, que el que tallaba
tu figura, con tal celo
y con tal ansia te amaba
que, a fuerza de amor, llevaba
dentro del alma el modelo.
Fue que al tallarte sentía
un ansia tan verdadera,
que en arrobos le sumía
y cuajaba en la madera
lo que en arrobos veía.
Fue que ese rostro, Señor,
y esa ternura al tallarte
y esa expresión de dolor,
más que milagros del arte
fueron milagros de amor.
Fue, en fin, que ya no pudieron
sus manos llegar a tanto
y desmayadas cayeron…
¡Y los ángeles te hicieron
con sus manos mientras tanto!
Por eso a tus pies postrado;
por tus dolores herido
de un dolor desconsolado;
ante tu imagen vencido
y ante tu Cruz humillado,
siento unas ansias fogosas
de abrazarte y bendecirte;
y ante tus plantas piadosas
quiero decirte mil cosas
que no sé cómo decirte…
¡Frente que herida de amor
te rindes de sufrimientos
sobre el pecho del Señor,
como los lirios, que en flor,
tronchan al paso los vientos!
¡Brazos rígidos y yertos
por tres garfios traspasados,
que aquí estáis por mis pecados,
para recibirme, abiertos;
para esperarme, clavados!
¡Cuerpo llagado de amores,
yo te adoro y yo te sigo!
Yo, Señor de los señores,
quiero partir tus dolores
subiendo a la Cruz contigo!
Quiero en la vida seguirte
y por tus caminos irte
alabando y bendiciendo,
y bendecirte sufriendo
y muriendo, bendecirte.
Quiero, en santo desvarío,
besando tu rostro frío,
besando tu cuerpo inerte,
llamarte mil veces mío…,
¡Cristo de la Buena Muerte!
Y Tú, Rey de las bondades,
que mueres por tu bondad,
muéstrame con claridad
la Verdad de las verdades,
que es sobre toda verdad.
Que mi alma, en Ti prisionera,
vaya fuera de su centro
por la vida bullanguera:
que no le lleguen adentro
las algazaras de fuera;
que no ame la poquedad
de cosas que van y vienen;
que adore la austeridad
de estos sentires que tienen
sabores de eternidad;
que no turbe mi conciencia
la opinión del mundo necio;
que aprenda, Señor, la ciencia
de ver con indiferencia
la adulación y el desprecio;
que sienta una dulce herida
de ansia de amor desmedida;
que ame tu Ciencia y tu Luz;
que vaya, en fin, por la vida
como Tú estás en la Cruz:
de sangre los pies cubiertos,
llagadas de amor las manos,
los ojos al mundo muertos
y los dos brazos abiertos
para todos mis hermanos.
Señor, aunque no merezco
que Tú escuches mi quejido,
por la muerte que has sufrido
escucha lo que te ofrezco
y escucha lo que te pido.
A ofrecerte, Señor, vengo
mi ser, mi vida, mi amor,
mi alegría, mi dolor;
cuanto puedo y cuanto tengo;
cuanto me has dado, Señor.
Y a cambio de esta alma llena
de amor que vengo a ofrecerte,
dame una vida serena
y una muerte santa y buena…
¡Cristo de la Buena Muerte!