sábado, 2 de agosto de 2025
LA VERDADERA CONCEPCIÓN EVANGÉLICA DE LA POBREZA
jueves, 26 de diciembre de 2024
LA POBREZA DEL PESEBRE Y EL MUNDO MATERIALISTA: UN LLAMADO A LA CONVERSIÓN
I. INTRODUCCIÓN: EL MISTERIO QUE DESARMA NUESTRA SOBERBIA
En el frío silencio de la noche en Belén, Dios mismo quiso hacerse pequeño. El Rey eterno, el Creador del universo, nació en la más absoluta pobreza, rodeado de animales y cubierto apenas con unas telas humildes. ¿No debería este hecho abrumarnos de asombro y gratitud? ¿No es este misterio el espejo donde nuestras almas, hinchadas de orgullo y sedientas de bienes terrenos, pueden encontrar la verdadera medida de su nada?
San Bernardo decía: “La majestad se humilla, la riqueza se empobrece, la omnipotencia se ata en pañales”. Y en este gesto de inefable ternura, Cristo nos invita a reconsiderar la relación que tenemos con este mundo y sus engañosas promesas de felicidad. Este artículo quiere ser una reflexión sobre la pobreza del Pesebre frente al materialismo de nuestro tiempo, para que nuestros corazones se conviertan y regresen al amor verdadero.
II. LA POBREZA DEL PESEBRE: ELOCUENCIA DIVINA DE LA HUMILDAD
La cuna de Cristo, hecha de madera burda, nos habla más que mil sermones. Ella clama la paradoja divina: el Rey de Reyes no eligió palacios ni tronos, sino la pobreza y la simplicidad como trono de su amor. Es imposible contemplar el Pesebre y no recordar las palabras de San Francisco de Asís: “Dios se hizo pobre para que, en su pobreza, tú encuentres la riqueza de su amor”.
1. EL PESEBRE, ESCUELA DE HUMILDAD
En el seno del Pesebre se destila la lección más profunda de la fe: no en la grandeza ni en los logros mundanos encontramos a Dios, sino en la pequeñez y el abandono. Así lo proclama San Bernardo: ”¿Quieres subir? Comienza bajando. ¿Quieres edificar un templo alto? Comienza con el fundamento de la humildad”.
La pobreza del Pesebre no es solo ausencia de bienes, sino una pobreza interior: Cristo, siendo Dios, se despoja de todo para que comprendamos que el verdadero camino hacia la grandeza está en el vaciamiento de nosotros mismos.
2. LOS SANTOS Y LA IMITACIÓN DE CRISTO POBRE
Los Santos, en su ardiente deseo de conformarse con Cristo, siempre buscaron el tesoro escondido de la pobreza. San Juan de la Cruz nos enseña: “Para poseerlo todo, no quieras poseer algo en nada”. La pobreza no es miseria, sino un acto de abandono en la Providencia divina, donde todo bien verdadero radica en Dios.
III. EL MUNDO MATERIALISTA: EL PESEBRE OLVIDADO
Vivimos en un tiempo donde el pesebre ha sido desplazado por vitrinas llenas de luces y promesas vacías. El materialismo reina en el corazón humano, prometiendo una felicidad que nunca puede dar. Cristo, en el silencio de su pobreza, contradice todas estas falsas promesas.
1. LA IDOLATRÍA DE LAS RIQUEZAS
“Las riquezas son cadenas para el alma”, advertía Santo Tomás de Aquino. Este mundo nos enseña a acumular, a medir nuestro valor por lo que poseemos, mientras que Cristo nos enseña: “Donde está tu tesoro, allí estará tu corazón” (Mt 6, 21).
San Basilio también se levanta como voz profética: “El pan que guardas pertenece al hambriento; el manto que escondes en tu cofre, al desnudo”. Ante estas palabras, el brillo del materialismo pierde su encanto y el alma es llamada a cuestionarse: ¿qué he hecho con los bienes que Dios me confió?
2. LA POBREZA COMO RIQUEZA INTERIOR
El materialismo no solo empobrece al espíritu; lo esclaviza. San Agustín lo señala con precisión: “Quien tiene a Dios, lo tiene todo. Quien no lo tiene, aunque posea todo, no tiene nada”. La pobreza del Pesebre revela la verdad de esta sentencia: el verdadero tesoro es el amor divino, y quienes lo poseen no necesitan más.
IV. EL PESEBRE: UN LLAMADO A LA CONVERSIÓN
Ante el pesebre, el alma es invitada a contemplar, a meditar y a cambiar. Cristo no nació en la pobreza por casualidad, sino para mostrarnos el camino de la verdadera libertad: “No se puede servir a Dios y al dinero” (Mt 6, 24).
1. LA POBREZA: CAMINO HACIA DIOS
San Bernardo insiste: “Nada tan grande teme el demonio como a una alma desprendida”. La pobreza no solo nos libera de las ataduras del mundo, sino que abre el corazón a Dios. Es en el vacío de nuestras manos donde Él puede derramar su gracia.
2. LA CARIDAD, FRUTO DE LA POBREZA VERDADERA
El pesebre nos invita no solo a ser pobres, sino a dar. Como decía Santa Teresa de Ávila: “Si tienes amor verdadero, siempre hallas algo para dar”. La pobreza que Cristo nos muestra no es un fin en sí mismo, sino un medio para amar más y mejor.
V. CONCLUSIÓN: LA NAVIDAD, TIEMPO DE RENOVAR NUESTRO ESPÍRITU
El Pesebre de Belén es el grito de Dios a un mundo distraído: “No busques fuera lo que solo puedes encontrar dentro”. Es la denuncia de un amor eterno que se encarna en la pobreza para invitarnos a cambiar nuestras prioridades, a convertirnos, a amar.
San Bernardo, si estuviera entre nosotros, nos exhortaría con sus palabras ardientes: ”¿Por qué temes ser pobre, si la misma pobreza te ha hecho rico en Cristo?”. En esta Navidad, contemplemos el Pesebre con ojos nuevos, con un corazón dispuesto a dejar atrás el materialismo y abrazar la riqueza infinita del amor de Dios. Solo así, como los pastores en aquella noche santa, podremos arrodillarnos ante el Niño, sintiendo que en su pobreza hemos encontrado la verdadera plenitud.
OMO
BIBLIOGRAFÍA
1. San Bernardo de Claraval, Sermones sobre el Cantar de los Cantares.
2. San Francisco de Asís, Escritos completos.
3. San Juan de la Cruz, Subida del Monte Carmelo.
4. Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica.
5. San Basilio, Homilías sobre la justicia social.
6. San Agustín, Confesiones.
7. Santa Teresa de Ávila, Camino de Perfección.
8. Catecismo de la Iglesia Católica, números 2443-2449 (Doctrina sobre la pobreza y la justicia).
9. Sagrada Escritura, Evangelios Sinópticos.
martes, 11 de octubre de 2022
EL POBRE
Tengo hambre, frío y dolor en mis huesos. Veo pasar a la gente a toda prisa. Vienen de lugares ignotos y se dirigen a un destino incierto, pero sus miradas reflejan la ansiedad de quienes nunca se conforman con lo que tienen. Siempre quieren más. ¿Y yo? aquí tirado en la acera, sin más calor humano que la sonrisa que de vez en cuando me dirige un niño. Benditos los ojos de esas criaturas que reflejan la mirada de mis ángeles. Muy de vez en cuando, alguno de mis hermanos se convierte en niño y me dirige algunas palabras de consuelo. No sólo eso. Incluso me echa algunas monedas en el cesto para que ese día pueda comer algo caliente. No sabe que esas monedas las guardaré en un arca de oro que tengo en mi casa celestial. El día en que les reciba en los atrios de mi Templo en el cielo, reconocerán en mí a ese pobre al que entregaron parte de sus ganancias, y yo les devolveré esas monedas convertidas en bendiciones eternas.
Pero, no os quiero engañar. Son pocos los que me ayudan. Y, hasta ahora, sólo una dulce mujer tuvo a bien invitarme a su casa a comer. Ella era de mediana edad. Su nombre os será revelado el día en que vengáis todos a mi ciudad de oro. Me atendió como a un hijo, como a un hermano pequeño. No sólo supo darme alimento y limpiar mis rodillas llagadas. También me habló de su Señor. Aquella bendita mujer no sabía que tenía delante a su Amado. Por eso, sus palabras sinceras y llenas de amor conmovieron mi alma profundamente. No cantaba alabanzas pero sus palabras eran adoración pura y sencilla. Su corazón era como el de aquella niña que un día me prometió amor eterno. Santa inocencia en cada uno de sus pensamientos.
Hermanos, ¿cuántas veces os he llamado a voces desde los ojos de un pobre? ¿cuántas? Y no me habéis respondido. Alguno de vosotros ibais cantando preciosos coritos cristianos en los que mi nombre es exaltado, mientras vuestros ojos se cruzaron con los míos. Pero en ese momento, yo recibí vuestro silencio. Silencio de amor. Fría soledad que duele más en el alma que el hambre en el estómago.
Aún estáis a tiempo, queridos. Yo volveré a estar arrodillado en las aceras de vuestras ciudades, en los cruce de los caminos que llevan a vuestros pueblos. Esperaré una mirada, unas monedas. Sé que muchos no sois tan diferentes de aquella bendita mujer. Ni tan siquiera os pido que hagáis como ella, pero al menos, necesitaré vuestra sonrisa. Ese será mi alimento.
Luis Fernando (tomado de InfoCatólica). Foto Ilustrativa: by Getty Images / RapidEye.
martes, 2 de agosto de 2022
LA VERDADERA CONCEPCIÓN EVANGÉLICA DE LA POBREZA
La pobreza que elogia el evangelio no es tanto la efectiva carencia de bienes cuanto la inexistencia de apego a las riquezas. Yo puedo vivir miserablemente, falto de casi todas las cosas, y estar fuertemente adherido a lo poco que tengo, deseando cada vez más. Al contrario, puedo vivir haciendo buen uso de las cosas que están, sí, a mi alcance y que, sin embargo, no se me pegan al corazón.
Además de esta concepción evangélica de la pobreza resulta preciso considerar también el modo como la virtud de la justicia debe presidir nuestra relación con los bienes. El cuidado más delicado debe reinar, para que no caigamos en la tentación de apoderarnos arbitrariamente de lo ajeno.
El séptimo mandamiento («no robarás») nos manda que se respete la hacienda ajena, que se pague el jornal justo que se guarde la justicia en todo lo que mira a la propiedad de los demás. Al que ha pecado contra el séptimo mandamiento no le basta la confesión, sino que debe hacer lo que pueda para restituir lo ajeno y resarcir los perjuicios.
El décimo mandamiento («No codiciarás los bienes ajenos»), nos prohíbe el deseo de quitar a otros sus bienes y el de adquirir hacienda por medios injustos. Dios prohíbe los deseos desordenados de los bienes ajenos porque quiere que aun interiormente seamos justos; que nos mantengamos siempre muy lejos de las acciones injustas y que estemos contentos con el estado en que nos encontramos.
Y no creamos que todo esto es de poca importancia para nuestra salvación. Escribía san Pedro de Alcántara: «¿Qué responderás en aquel día, cuando te pidan cuenta de todo el tiempo de tu vida y de todos los puntos y momentos de ella?» (Tratado de la Oración y Meditación, 23).
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Invocamos a Santa María, Abogada nuestra y Refugio de los pecadores: Ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte. Que nos enseñe a hacer uso de los bienes de este mundo de manera que sean medio y nunca obstáculo en nuestro camino hacia el Cielo.
Marcial Flavius - presbítero