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viernes, 8 de abril de 2016

LA TIBIEZA VOLUNTARIA

La tibieza lleva al alma a la rutina, a la indiferencia, a la
frialdad, al apartamiento de las cosas de Dios.

Hay dos especies de tibieza, una inevitable, otra que puede evitarse. La primera es la que sufren en el estado presente aun las almas espirituales, que por su fragilidad natural no pueden evitar el caer alguna vez en ligera culpa, aunque sin pleno consentimiento. Sin una gracia especial, concedida ciertamente a la Madre de Dios, ninguna alma hay exenta de este defecto, el cual es una consecuencia de la naturaleza corrompida por el pecado original.

Permite el Señor estas manchas en las almas de sus santos, para conservarles en la humildad. A menudo, pues, se sienten disgustados, sin fervor en sus ejercicios espirituales, y en estos momentos de aridez les es más fácil caer en algunas faltas, a lo menos indeliberadamente. Por lo demás, los que se encuentran en este estado, no por esto deben descuidar sus devociones de costumbre, ni desmayar. No crean por esto tampoco haber caído en la tibieza, porque esto no lo es: sigan sus ejercicios y oraciones: aborrezcan sus faltas, y renueven a menudo la firme resolución de ser enteramente de Dios: tengan confianza en Dios, que Dios les consolará.

La verdadera tibieza, la tibieza verdaderamente deplorable, es la que siente el alma cuando voluntariamente cae en pecados veniales y se duele poco de ellos y aún menos se esfuerza por evitarlos, diciendo que no son nada. ¡Y qué! ¿No es nada desagradar a Dios? Santa Teresa decía a sus religiosas: Hijas mías, guárdeos Dios de todo pecado voluntario, por leve que sea.

Suele decirse: pero estos pecados no nos privan de la gracia de Dios. Los que así hablan se hallan en grave peligro de perder efectivamente la divina gracia, cayendo en pecado mortal. San Gregorio dice, que el que voluntariamente cae en pecados veniales, y esto por hábito, sin dolerse ni pensar en la enmienda, no se detiene en donde cae, sino que va rodando hacia el abismo.

Las enfermedades mortales no proceden generalmente de un desorden grave, sino de muchos desórdenes ligeros repetidos con frecuencia: así pues muchas almas son impelidas a pecar mortalmente por la frecuencia con que repiten los pecados veniales. Dejan el alma tan débil estos pecados, que cuando se ve asaltada por alguna tentación violenta, no tiene fuerza para resistir y cae en ella.

El que desprecia las cosas pequeñas, poco a poco caerá.

El que no atiende a las pequeñas caídas vendrá un día a caer en algún precipicio. El Señor ha dicho: Porque eres tibio... comenzaré a vomitarte de mi boca. Y ser vomitado de Dios significa ser de él abandonado, o a lo menos privado de aquellos divinos auxilios especiales, que tan indispensables son para mantenerse en su gracia.

Meditemos bien este punto. El concilio de Trento condena a los que dicen, que podemos perseverar en el camino de la salvación hasta la muerte sin socorro especial del Señor.

No podemos pues perseverar en la gracia hasta la muerte sin un socorro especial y extraordinario del Señor.

Pero Dios lo rehúsa con justicia, los que no tienen escrúpulo en cometer voluntariamente pecados veniales. ¿Tiene acaso Dios obligación de conceder ese socorro especial a los que no temen disgustarle cada instante voluntariamente?

Quien escasamente siembra, escasamente también segará, dice el Apóstol. Si somos mezquinos con Dios, ¿cómo podemos esperar que sea Dios liberal con nosotros?

Infeliz aquella alma que hace paces con el pecado, aunque sea con el venial. Caminará de mal en peor, porque las pasiones van tomando cada día mayor imperio sobre ella, viniendo a menudo al fin a cegarla; y el ciego fácilmente puede caer en el precipicio cuando menos lo piensa. Temamos pues caer en la tibieza voluntaria: la tibieza voluntaria es semejante a la tisis, que no asusta al enfermo; pero es tan maligna que difícilmente se cura nadie de ella.

Por lo demás, aunque difícilmente se corrige una alma tibia, no por eso faltan remedios si quiere hacerlo. En primer lugar debe resolverse a salir de aquel miserable estado toda costa. Debe por tanto huir de toda ocasión de caída; porque sin esto no habría esperanza de enmienda; y encomendarse a menudo a Dios, rogándole con fervor le conceda fuerzas para salir de tan lamentable estado, sin dejar de rogar hasta verse libre de él.

Señor, tened piedad de mí. Conozco que merecería que me vomitáseis: tan tibio he sido en amaros. Me encuentro sin amor, sin confianza y sin fervor; Jesús mío, no me abandonéis. Tendedme vuestro brazo omnipotente, y sacadme de esta fosa de tibieza en que me miro sumergido.

Hacedlo por los méritos de vuestra pasión, que son toda mi esperanza. Virgen Santa, vuestros ruegos pueden socorrerme. Rogad a Dios por mí.

San Alfonso María de Ligorio

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lunes, 18 de enero de 2016

miércoles, 9 de noviembre de 2011

REMEDIOS CONTRA LA TIBIEZA por San Alfonso María de Ligorio

Elige ruta: tibieza o superación

Algunos se desaniman pensando que ya nunca lograrán salir de ese mar de tibieza espiritual en el cual se están ahogando. Pero a estos hay que responder con las palabras que el Ángel Gabriel le dijo a María cuando parecía que la anciana Isabel ya nunca podría tener hijos: "Lo que es imposible para las criaturas, es posible para Dios. Para Dios ninguna cosa es imposible" (Lc.1-37) o aquellas bellísimas palabras de San Pablo que jamás debemos dejar de recordar: "Todo lo puedo en Cristo que me fortalece." (Filp. 4-13)

Primer remedio: tener un gran deseo de conseguir la santidad

Los santos dicen que los ardientes deseos de conseguir la santidad son como fuertes alas que nos hacen subir muy alto en perfección. Y si cultivamos fervorosos deseos de conseguir la perfección espiritual, se podrán aplicar a nosotros las palabras que el profeta dice acerca de los que confían en Dios: "Subirán con las alas como de águila, correrán sin fatigarse y andarán sin cansarse" (Is. 40-31)

Tener un gran ideal de santidad fue lo que hizo que los santos alcanzaran tan grandes alturas de perfección. El ideal es una fuerte inclinación, un deseo muy intenso de conseguir algo. Los sabios dicen: "Cuidado con lo que deseamos, porque lo vamos a conseguir." Y la Sagrada Escritura promete en el bellísimo salmo 145: "El Señor Dios satisface los buenos deseos de sus fieles". Así que si ardientemente deseamos alcanzar la santidad, muy probablemente la vamos a obtener. Otros tenían mayores fuerzas físicas y quizás mayores cualidades intelectuales que los santos, pero estos tenían más vehementes deseos de conseguir la santidad y lograron conquistarla, mientras que otros que tenían más cualidades se quedaron a mitad del camino por falta de continuos y muy fuertes deseos de alcanzar la perfección.

Segundo remedio: Una firme resolución

No te engañes sobre tu propia tibieza
La primerísima y más importante resolución para llegar a la santidad será siempre el preferir morir antes que pecar. Preferir perder todos los demás bienes antes de perder la amistad con Dios o hacer o decir algo que a él le desagrade.

La experiencia nos enseña que sin la ayuda de Dios no somos capaces de resistir las tentaciones, pero con la gracia del Señor si no dejamos de luchar, lograremos salir victoriosos.

La segunda resolución debe ser escoger siempre entre dos actuaciones la que parece que más le agrada a Nuestro Señor. Ojalá se pudiera repetir de cada uno de nosotros lo que Jesús dijo de sí mismo: "Mi Padre me ama, porque yo hago siempre lo que a Él le agrada".

Y empezar rápidamente, ahora mismo. Decir como aquella religiosa que al oír predicar a un célebre predicador acerca de lo necesario que es dedicarse ya desde el momento presente a conseguir la santidad, se fue donde él y le dijo: "Padre, quiero ser santa, pero santa prontamente". Y de tal manera se esmeró por lograr serlo, que a ocho meses murió con verdadera fama de santidad. Hay que empezar hoy mismo, ahora mismo, y no dejar para mañana el bien que ayer no quisimos hacer. Ahora mismo empezar a tratar de ser mejores, sin andar tratando de imitar el modo como se portan los demás, porque son demasiado pocos los que en realidad se dedican a vivir santamente.

Tercer remedio para alejar la tibieza: la meditación

La meditación llena el cerebro de buenos pensamientos, el corazón de afectos hacia Dios y hacia lo eterno, y la voluntad de provechosos propósitos: Con razón repetía San Luís Gonzaga: "No habrá mucha perfección donde no haya mucha oración y mucha meditación". La meditación nos hace evitar el pecado al pensar en la presencia de Dios y en las postrimerías que nos esperan: Muerte, juicio, infierno y Gloria. Nos despega de los bienes terrenos, haciéndonos pensar en los bienes eternos que nos esperan. Nos hace evitar el orgullo y crecer en humildad al recordarnos lo miserables y débiles que hemos sido y que seguimos siendo y al hacernos ver nuestra impotencia nos incita a recurrir a Dios con la oración. Pero si no dedicamos tiempos a la meditación, nos dejamos llevar por la disipación y caeremos en graves pecados.

Ahora se explica uno por qué San Francisco de Sales en su Filotea coloca como primerísima práctica para quien desea llegar a la santidad, dedicar cada día algún tiempo a la meditación, a pensar seriamente en Dios, en el alma y en los medios de conseguir la eterna salvación.

Cuarto remedio para alejar la tibieza y conseguir la perfección: la Comunión frecuente

Vamos a repetir aquí una página famosa de San Basilio.

Este gran santo y sabio dejó escritas unas bellas palabras que conviene no olvidar nunca: "Si te hincha el veneno del orgullo, toma este Sacramento, y el Pan Humilde, te hará humilde. Si la avaricia quiere apoderarse de ti, toma el Pan Celestial, y el Pan Generoso te hará generoso. Si la brisa nociva de la envidia y del egoísmo sopla sobre ti, toma el Pan de los Ángeles, y Él te comunicará el amor verdadero. Si te has entregado al exceso en la comida o en la bebida, toma el Cuerpo y la Sangre de Cristo, y ese Cuerpo que ha soportado tantas mortificaciones, seguramente te irá llevando a la moderación y a la mortificación. Si te ataca la pereza y te vuelve sin ánimos para el bien, de manera que ya no te gusta rezar ni sientes fuertes deseos de hacer obras buenas, fortalécete con el Cuerpo de Cristo, y él te llenará de entusiasmo y de fervor. Finalmente, si sientes fuerte inclinación a la impureza, entonces, y especialmente entonces, toma el Cuerpo Santísimo de Cristo, y ese Cuerpo, el más perfectamente puro que ha existido, te irá llevando hacia la pureza y castidad".

El medio más necesario de todos: la oración

La tibieza es como una roca
que busca aplastarte
Para evitar la tibieza, y adquirir el fervor y crecer en el amor a Jesucristo no hay otro medio más necesario ni más eficaz que la oración. Dios en su infinita bondad al invitarnos a orar puso a nuestra disposición un medio infalible para progresar en santidad, y nos hizo una promesa muy consoladora: "Pedid y se os dará. Todo el que pide recibe" (Lc.11-9). La oración nos vuelve muy poderosos, porque nos consigue del Señor lo que por nuestras solas fuerzas o luces no podríamos alcanzar. Santa Teresa decía: "Me propuse conseguir de Nuestro Señor una gracia. Perseveré pidiendo. No me cansé de pedir, y al fin la conseguí".

Si oramos con fe podremos repetir las palabras del Salmo 65 "Bendito sea Dios que no rechazó mis súplicas ni me negó sus favores". San Agustín explicando estas frases añade: "Si por tu parte no falta la oración, puedes tener por cierto que por parte de Dios no faltarán las generosas ayudas". Y San Jerónimo advierte: "Siempre se alcanza de Dios ayuda, cada vez que rezamos". San Juan de la Cruz, maestro de oración repetía: "De Dios se alcanza, cuanto con ferviente oración se espera conseguir de Él, si conviene para nuestra alma".
 .
San Alfonso María de Ligorio, en "Prácticas de Amor a Jesucristo".
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sábado, 5 de febrero de 2011

EL MURO (UNA REFLEXIÓN URGENTE Y NECESARIA)

A dos aguas...

Había un gran muro separando a dos grupos:

De un lado del muro estaban Dios, los ángeles y los siervos leales a Dios.
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Del otro lado del muro, estaban Satanás, sus demonios y todos los humanos que no servían a Dios.

Y encima del muro había un joven indeciso, que había sido criado en un hogar cristiano, pero que ahora estaba dudoso si continuaría sirviendo a Dios o si debería aprovechar un poco los placeres del mundo.

El joven indeciso observó que el grupo del lado de Dios lo llamaba y gritaba sin parar:

- HEY! desciende del muro ahora....Ven para acá!!!
.
Mas el grupo de Satanás no gritaba ni decía nada

Esa situación continuó por un tiempo, hasta que el joven indeciso resolvió preguntar a Satanás:

- El grupo del lado de Dios está todo el tiempo llamándome para que baje del muro y quede del lado de ellos. ¿Por qué usted y su grupo no me llaman ni me dicen nada para convencerme que baje del lado de ustedes?

Grande fue la sorpresa del joven cuando Satanás le respondió:
.
- Es porque el muro es MÍO.

Nunca olvides: No existe término medio. El muro ya tiene dueño. No puedes andar a dos aguas ni en medio del precipicio. La tibieza ya es casi una opción hacia el mal cuando inicia y lo es, definitivamente, en mayor o menor medida, cuando se establece.

Nos asusta el avance del ateísmo y de la indiferencia religiosa en el mundo. Pero nos debería asustar igual o más ver cómo la tibieza anida en tantos corazones cristianos.

Porque la tibieza lleva al alma a la rutina, a la indiferencia, a la frialdad, al apartamiento de las cosas de Dios.

Porque la tibieza arruina a los jóvenes, los acerca al pecado, los aleja de los sacramentos, los empequeñece en su formación católica.

Porque la tibieza lleva a los esposos a descuidar los gestos de cariño, a no rezar en la mañana o en la noche, a no ir a misa los domingos, a no confesarse más que una vez al año (o incluso más tarde), a pecados graves como usar anticonceptivos (muchos de ellos microabortivos) con excusas vanas y contra lo que enseña la Iglesia, a no tener aquellos hijos que podrían recibir amorosamente como regalo de Dios.

Porque la tibieza lleva a los trabajadores al mínimo esfuerzo, a pequeñas trampas y robos “insignificantes”, a la mentira, a crearse certificados falsos para no ir a la oficina, a arrojar palabras de crítica para que otro “baje” y uno pueda ascender.

Porque la tibieza lleva a los mismos consagrados, a los religiosos, a los sacerdotes, a pensar más en sí mismos que en las almas que tienen encomendadas, a buscar el menor esfuerzo, a rehuir los trabajos difíciles, a evitarse problemas y “enemigos” al precio de no enseñar a los hombres la belleza y la exigencia del Evangelio.

Pero la tibieza (que empieza con faltas leves para terminar en faltas graves) se rompe si nos acercamos al fuego, si dejamos a Dios el primer lugar en la propia vida, si tomamos la Palabra divina y la aplicamos en serio, si estudiamos (para vivirlas) las enseñanzas de la Iglesia.

La tibieza queda herida de muerte, sobre todo, si nos acercamos a la Eucaristía. Si hacemos de la Misa dominical el centro de toda la semana. Si buscamos momentos para visitar, en una iglesia, a Jesucristo presente en el Tabernáculo.

La tibieza retrocede, incluso se apaga, ante la compañía del Cordero, que da su Cuerpo, que da su Sangre, que lava, que cura, que anima, que corrige, que enseña, que susurra al corazón palabras llenas de Amor pleno.

Valen, para romper el cerco de la tibieza, las palabras sinceras y exigentes que Dios dirigió a la Iglesia de Laodicea:


“Conozco tu conducta: no eres ni frío ni caliente. ¡Ojalá fueras frío o caliente! Ahora bien, puesto que eres tibio, y no frío ni caliente, voy a vomitarte de mi boca.

“Tú dices: «Soy rico; me he enriquecido; nada me falta». Y no te das cuenta de que eres un desgraciado, digno de compasión, pobre, ciego y desnudo.

“Te aconsejo que me compres oro acrisolado al fuego para que te enriquezcas, vestidos blancos para que te cubras, y no quede al descubierto la vergüenza de tu desnudez, y un colirio para que te des en los ojos y recobres la vista.

“Yo, a los que amo, los reprendo y corrijo. Sé, pues, ferviente y arrepiéntete. Mira que estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo.

“Al vencedor le concederé sentarse conmigo en mi trono, como yo también vencí y me senté con mi Padre en su trono. El que tenga oídos, oiga lo que el Espíritu dice a las Iglesias” (Ap 3,15-22).
TEMAS RELACIONADOS:
 http://catolicidad-catolicidad.blogspot.com/2009/10/tenemos-al-enemigo-dentro.html
http://catolicidad-catolicidad.blogspot.com/2010/06/tibieza-o-sal-de-la-tierra.html
http://catolicidad-catolicidad.blogspot.com/2009/08/el-porque-del-apostolado-poco.html
Fuente: Adaptación de dos textos, uno anónimo y otro del P.Fernando Pascual
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domingo, 13 de junio de 2010

¿TIBIOS O SAL DE LA TIERRA?


I. El Señor dice a sus discípulos que son la sal de la tierra1; realizan en el mundo lo que la sal en los alimentos: los preserva de la corrupción y los hace agradables y sabrosos al paladar. Pero la sal se puede desvirtuar o corromper. Entonces es un estorbo. Es, junto al pecado, lo más triste que le puede ocurrir a un cristiano: estar para dar luz a muchos y ser oscuridad; ser un indicador del camino y estar tirado en el suelo; estar puesto para ser fortaleza de muchos y no tener sino debilidad.

La tibieza es una enfermedad del alma que afecta a la inteligencia y a la voluntad, y deja al cristiano sin fuerza apostólica y con una interioridad triste y empobrecida. Comienza esta enfermedad por una voluntad debilitada, a causa de frecuentes faltas y dejaciones culpables; entonces, la inteligencia no ve con claridad a Cristo en el horizonte de su vida: queda lejano por tanto descuido en detalles de amor. La vida interior va sufriendo un cambio profundo: no tiene ya como centro a Jesucristo; las prácticas de piedad quedan vacías de contenido, sin alma y sin amor. Se hacen por rutina o costumbre, no por amor.

En este estado se pierde la prontitud y la alegría en lo que a Dios se refiere, que son características de un alma enamorada. Un cristiano tibio «está de vuelta», es un «alma cansada» en el empeño por mejorar; Cristo está desdibujado en el horizonte de su vida. El alma ve al Señor, en todo caso, como una figura lejana, inconcreta, de rasgos poco definidos, quizá indiferente; y ya no realiza las afirmaciones de generosidad de otros tiempos: se conforma con menos2.

Santo Tomás señala como característico de este estado «una cierta tristeza, por la que el hombre se vuelve tardo para realizar actos espirituales a causa del esfuerzo que comportan»3. Las normas de piedad y de devoción son más una carga mal soportada que un motor que empuja y ayuda a vencer las dificultades.

Son muchos los cristianos sumidos en la tibieza, existe mucha sal desvirtuada. Pensemos hoy en la oración si caminamos nosotros con la firmeza que Jesús nos pide, si cuidamos la oración como el tesoro que permite que la vida interior no se pare, si alimentamos nuestro amor. Pensemos si, ante las flaquezas y faltas de correspondencia a la gracia, nacen con prontitud los actos de contrición que reparan la brecha que había abierto el enemigo.

II. No se puede confundir el estado del alma tibia con la aridez en los actos de piedad producida a veces por el cansancio o la enfermedad, o por la pérdida del entusiasmo sensible. En estos casos, a pesar de la sequedad, la voluntad está firme en el bien. El alma sabe que se encamina directamente a Cristo, aunque esté pasando por un pedregal en el que no encuentra una sola fuente y las piedras dañan sus piernas. Pero sabe dónde está la cima, y se dirige derechamente allí, a pesar del cansancio y de la sed y del mal terreno que pisa.

En la aridez, aunque el alma no tenga ningún sentimiento y parezca trabajoso el trato con Dios, permanece la verdadera devoción, que Santo Tomás de Aquino define como la «voluntad decidida para entregarse a todo lo que pertenece al servicio de Dios»4. Esta «voluntad decidida» se vuelve débil en el estado de tibieza: tengo contra ti –dice el Señor–que has perdido el fervor de la primera caridad5, que has aflojado, que ya no me quieres como antes. La persona que mantiene con empeño la oración aun en época de aridez, de falta de sentimientos, se encuentra quizá como quien saca agua de un pozo, cubo a cubo: una jaculatoria y otra, un acto de desagravio... Es trabajoso y cuesta esfuerzo, pero saca agua. En la tibieza, por el contrario, la imaginación anda suelta, no se rechazan con empeño las distracciones voluntarias y prácticamente se abandona la oración con la excusa de que no se saca fruto de ella. Sin embargo, el verdadero trato con Dios, aun con aridez, si así el Señor lo permite, siempre está lleno de frutos, en cualquier circunstancia, si existe una voluntad recta y decidida de estar con Él.

Hemos de recordar ahora, en la presencia de Dios, que la verdadera piedad no es cuestión de sentimiento, aunque los afectos sensibles son buenos y pueden ser de gran ayuda en la oración, y en toda la vida interior, porque son parte importante de la naturaleza humana, tal como Dios la creó. Pero no deben ocupar el primer lugar en la piedad; no son la parte principal de nuestras relaciones con el Señor. El sentimiento es ayuda y nada más, porque la esencia de la piedad no es el sentimiento, sino la voluntad decidida de servir a Dios, con independencia de los estados del ánimo, ¡tan cambiante!, y de cualquier otra circunstancia. En la piedad no debemos dejarnos llevar por el sentimiento sino por la inteligencia, iluminada y ayudada por la fe. «Guiarme por el sentimiento es dar la dirección de la casa al criado y hacer abdicar al dueño. No es malo el sentimiento, sino la importancia que se le señala...»6.

La tibieza es estéril, la sal desvirtuada no vale sino para tirarla fuera y que la pisotee la gente7. Por el contrario, la aridez puede ser señal positiva de que el Señor desea purificar a ese alma.

III. Los hombres podemos ser causa de alegría o de tristeza, luz u oscuridad, fuente de paz o de inquietud, fermento que esponja o peso muerto que retrasa el camino de otros. Nuestro paso por la tierra no es indiferente: ayudamos a otros a encontrar a Cristo o los separamos de Él; enriquecemos o empobrecemos. Y nos encontramos a tantos amigos, compañeros de profesión, familiares, vecinos..., que parecen ir como ciegos detrás de los bienes materiales, que los alejan del verdadero Bien, Jesucristo. Van como perdidos. Y para que el guía de ciegos no sea también ciego8 no basta saber de oídas, por referencias; para ayudar a quienes tratamos no basta un vago y superficial conocimiento del camino. Es necesario andarlo, conocer los obstáculos... Es preciso tener vida interior, trato personal diario con Jesús, ir conociendo cada vez con más profundidad su doctrina, luchar con empeño por superar los propios defectos. El apostolado nace de un gran amor a Cristo.

Los primeros cristianos fueron verdadera sal de la tierra, y preservaron de la corrupción a personas e instituciones, a la sociedad entera. ¿Qué ha ocurrido en muchas naciones para que los cristianos den esa triste impresión de incapacidad para frenar la ola de corrupción que irrumpe contra la familia, la escuela, las instituciones...? Porque la fe sigue siendo la misma. Y Cristo vive entre nosotros como antes, y su poder sigue siendo infinito, divino. «Solo la tibieza de tantos miles, millones de cristianos, explica que podamos ofrecer al mundo el espectáculo de una cristiandad que consiente en su propio seno que se propale todo tipo de herejías y barbaridades. La tibieza quita la fuerza y la fortaleza de la fe y es amiga, en lo personal y lo colectivo, de las componendas y de los caminos cómodos»9. Existen muchas realidades, en el terreno personal y en el público, que se hacen difíciles de explicar si no tenemos en cuenta que la fe se ha dormido en muchos que tenían que estar bien despiertos, vigilantes y atentos; y el amor se ha apagado en tantos y tantos. En muchos ambientes, lo «normal cristiano» es lo tibio y mediocre. En los primeros cristianos lo «normal» era lo «heroico de cada día» y, cuando se presentaba, el martirio: la entrega de la propia vida en defensa de su fe.

Cuando el amor se enfría y la fe se adormece, la sal se desvirtúa y ya no sirve para nada, es un verdadero estorbo. ¡Qué pena si un cristiano fuera un estorbo! La tibieza es con frecuencia la causa de la ineficacia apostólica, pues entonces lo poco que se realiza se convierte en una tarea sin garbo humano ni sobrenatural, sin espíritu de sacrificio. Una fe apagada y con poco amor ni convence ni encuentra la palabra oportuna que arrastra a los demás a un trato más profundo e íntimo con Cristo.

Pidamos fervientemente al Señor esa fuerza para reaccionar. Seremos sal de la tierra si mantenemos diariamente un trato personal con el Señor, si nos acercamos cada vez con más fe y amor a la Sagrada Eucaristía. El amor ha sido, y es, el motor de la vida de los santos. Es la razón de ser de toda vida entregada a Dios. El amor da alas para superar cualquier obstáculo personal o del ambiente. El amor nos hace inconmovibles ante las contrariedades. La tibieza se detiene ante la más pequeña dificultad (una carta que debemos escribir, una llamada, una visita, una conversación, la carencia de algunos medios...): hace una montaña de un grano de arena. El amor de Dios, por el contrario, hace un grano de arena de una montaña, transforma el alma, le da nuevas luces y le abre horizontes nuevos, la hace capaz de más altos empeños y de capacidades desconocidas. El amor no regatea esfuerzos, ni le falta la alegría al llevarlos a cabo.

Al terminar nuestra meditación, acudamos confiadamente a la Santísima Virgen, modelo perfecto de la correspondencia amorosa a la vocación cristiana, para que aparte eficazmente de nuestra alma toda sombra de tibieza. Y le pedimos también a los Ángeles Custodios que nos hagan ser diligentes en el servicio de Dios.

1 Mt 5, 13. — 2 Cfr. F. Carvajal, La tibieza, Palabra, 12ª ed., Madrid 2001, — 3 Santo Tomás, Suma Teológica, 1, q. 63, a. 2. — 4 Santo Tomás, o. c., 2-2, q. 82, a. 1. — 5Apoc 2, 4. — 6 J. Tissot, La vida interior, p. 100. — 7 Mt 5, 13. — 8 Cfr. Mt 15, 14. — 9 P. Rodríguez, Fe y vida de fe, p. 142.
Fuente: Un lector amablemente nos envió esta bella meditación.
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martes, 20 de octubre de 2009

¿TENEMOS AL ENEMIGO DENTRO?

No podemos dejar que ese enemigo interior nos robe el tesoro más grande, más importante, más profundo que hemos recibido.

Autor: P. Fernando Pascual


Sentimos dolor, rabia, ante tantos ataques a Cristo, a la Iglesia, al Papa, a los católicos. Vemos con pena profunda cómo “artistas” se burlan de la Cruz, cómo personajes de la vida pública dicen que los símbolos religiosos “sobran”, cómo se producen, aquí y allá, profanaciones de iglesias, ataques al Sacramento de la Eucaristía, destrucción de imágenes de la Virgen.

Vemos, tocamos, la acción de enemigos rabiosos que muestran su desprecio hacia la fe católica en la televisión, el cine, la radio, la prensa, la literatura, el internet. Pero a veces no nos damos cuenta de un enemigo interior, que entra en los hogares, que anida en los corazones, que destruye, poco a poco, el tesoro de la gracia en nuestras vidas.

Muchas veces el enemigo está dentro. Porque el peor daño que hacemos a nuestra Iglesia nace precisamente de la apatía, de la tibieza, de la incoherencia, de la cobardía, de la mundanidad en la que viven (vivimos, hemos de decirlo con pena) muchos católicos.

El enemigo está dentro cuando en la familia los padres no van a misa. Seguramente llevarán a los niños al catecismo, prepararán la fiesta de la primera comunión. Pero luego, ¿qué ejemplo dejan a los hijos sobre la importancia de la misa? ¿Qué hacen para que cada domingo los pequeños puedan ir a misa precisamente con sus padres, con quienes desean lo mejor para los hijos?

El enemigo está dentro cuando la televisión (o el internet) es vista por todos y en todo momento, sin una sana disciplina, sin una vigilancia atenta, sin un deseo sincero por evitar cualquier programa que denigre al hombre o a la mujer, o que fomente la violencia, la avaricia, el odio, la soberbia, la lujuria, la pereza, la vanidad.

El enemigo está dentro cuando lo que más importa es la manera de ganar dinero, de divertirse el fin de semana, de buscar el último grito de la técnica, mientras todo son quejas cuando experimentamos las estrecheces de la vida. ¿No olvidamos, entonces, la invitación de Cristo a desapegarnos de las riquezas, a confiar en la Providencia de un Padre que nos ama, a compartir nuestros bienes con los pobres, a vivir con los ojos en el cielo?

El enemigo está dentro cuando la castidad ha dejado de ser un valor, cuando los esposos no respetan la doctrina católica que prohíbe el uso de anticonceptivos, cuando no hay confianza a la hora de abrirse al don de un nuevo hijo que nace desde el amor conyugal que acoge el amor divino; cuando en la familia se llega a recomendar a los hijos que usen el preservativo o los anticonceptivos en vez de pedirles con una firmeza llena de cariño que cuiden el tesoro de la pureza, sin la cual es imposible ver a Dios.

El enemigo está dentro cuando pisoteamos una y mil veces la fama de nuestros hermanos; cuando criticamos al familiar, al vecino o al compañero de trabajo; cuando no sabemos tender la mano para acoger a quien nos ha ofendido; cuando no somos capaces de pedir perdón por tantas veces en las que herimos al otro con nuestra lengua asesina; cuando no somos capaces de dejar el propio programa personal para visitar a un familiar enfermo o para consolar a quien necesita una palabra de aliento.

El enemigo está dentro cuando hemos olvidado el consejo de Cristo: “Velad y orad, para que no caigáis en tentación” (Mt 26,41); cuando tenemos más confianza en una revista “light” donde se aconseja un poco de todo que en el Evangelio; cuando no nos agarramos a Dios a la hora de afrontar un momento difícil; cuando no tenemos humildad para reconocer nuestro pecado y no sabemos acudir a la misericordia divina en el Sacramento de la confesión.

El enemigo está dentro cuando nos hemos acomodado al mundo presente y ya no somos capaces de practicar la abnegación cristiana (cf. Rm 12,1-2); cuando no vivimos la humildad, sino que buscamos el aplauso de los hombres y el engreimiento de la propia satisfacción egoísta; cuando no controlamos la avaricia y ponemos nuestra confianza en la salud o en las riquezas; cuando no sabemos decir un “no” firme y claro a una propuesta deshonesta por ese maldito respeto humano que destruye tantas conciencias; cuando no estamos dispuestos a perder la vida con tal de seguir unidos al único que nos puede dar la Vida verdadera: Jesucristo.

Nos deben doler mucho los ataques de fuera. Incluso hemos de saber responder, en la medida de las propias posibilidades, a quienes desean borrar el nombre de Cristo en nuestras sociedades. Pero sobre todo hemos de reaccionar ante ese enemigo de dentro, que nos carcome, que nos ahoga, que mata la vida de Dios en nuestras almas.

No podemos dejar que ese enemigo interior nos robe el tesoro más grande, más importante, más profundo que hemos recibido: la acción salvadora de Cristo. Cada momento nos ofrece su perdón, su amistad, su paz, y nos conduce, poco a poco, al encuentro con un Padre que nos ama eternamente.

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Fuente: Catholic.net
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viernes, 9 de octubre de 2009

PENSAMIENTOS SOBRE LA PUREZA. Autor: El Cura de Ars

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I

La pureza viene del Cielo; hay que pedírsela a Dios. Si la pedimos, la obtendremos. ¡No hay nada más bello que un alma pura! Si lo entendiésemos, no podríamos perder la pureza. El alma pura está desprendida de la materia, de las cosas de la tierra y de ella misma.

Hay que tener cuidado de la pérdida. Hay que cerrar nuestro corazón al orgullo, a la sensualidad y a todas las pasiones, como cuando se cierran las puertas y las ventanas y nadie puede entrar.


II

Qué alegría para el ángel de la guarda encargado de conducir un alma pura. ¡Hijos míos, cuando un alma es pura, todo el cielo la mira con amor!

Las almas puras formarán el círculo alrededor de nuestro Señor. Cuánto más puros hayamos sido sobre la tierra, más cerca estaremos de Él en el Cielo.

III

Hijos, no podemos comprender el poder que un alma limpia tiene sobre el Buen Dios: ella obtiene de Él todo lo que quiere. Un alma pura está junto a Dios como un niño junto a su madre: la acaricia, la abraza, y su madre le devuelve sus caricias y sus abrazos.

Para conservar la pureza hay tres cosas: la presencia de Dios, la oración y los sacramentos.

IV

Quien ha conservado la inocencia del Bautismo es como un niño que nunca ha desobedecido.
Cuando se ha conservado la inocencia, nos sentimos llevados por el amor de Dios, como el águila es portada por sus alas.

Un cristiano que tiene la pureza del alma está en la tierra como un pájaro atado con un hilo. ¡Pobre pajarito! Sólo espera el momento de cortar el hilo y volar.

V

Un alma pura es como una bella perla. Mientras está escondida en una concha, en el fondo del mar, nadie piensa admirarla. Pero si la mostráis al sol, brilla y atrae las miradas. Así sucede con el alma pura, que está escondida a los ojos del mundo, pero que un día brillará ante los ángeles al sol de la eternidad.

VI

Los que han perdido la pureza son como un sábana empapada en aceite: lávala, sécala, la mancha vuelve siempre; hace falta un milagro para limpiar el alma impura.

Hemos sido creados para ir un día a reinar en el Cielo, y si tenemos la desgracia de cometer este pecado, nos convertimos en la guarida de los demonios. Nuestro Señor dijo que nada impuro entrará en su reino.

VII

El Espíritu Santo reposa en las almas justas, como la paloma en su nido. El Espíritu Santo incuba los buenos deseos en un alma pura, como la paloma incuba a sus pequeños.
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El Espíritu Santo nos conduce como una madre conduce a su hijo de la mano, como una persona conduce a un ciego.

El Espíritu Santo reposa en un alma pura como sobre una cama de rosas.
De un alma donde reside el Espíritu Santo, sale un buen olor: como el de la vid cuando está en flor.

Como una bella paloma blanca, que sale de en medio de las aguas y viene a sacudir sus alas en la tierra, el Espíritu Santo sale del océano infinito de las perfecciones divinas y viene a batir las alas sobre las almas puras, para destilar en ellas el bálsamo del amor.
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VIII
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Si entendiésemos bien qué cosa significa ser hijos de Dios, no podríamos hacer el mal... Ser hijos de Dios, ¡oh, qué gran dignidad!

¡No puede entenderse el poder que un alma pura tiene sobre el buen Dios!

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La viril castidad:
El hombre domina a la bestia.


Ilustración de Eleodoro Marenco, aquél que como nadie pintó el alma del gaucho.
Fuente: Manglano, J.P. Orar con el cura de Ars.

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jueves, 27 de agosto de 2009

EL PORQUÉ DEL APOSTOLADO POCO FRUCTÍFERO


La ineficacia apostólica de nuestros días es una incógnita para muchos. ¿Por qué, si la fe católica es la misma, si Cristo está con nosotros en la Eucaristía y asistiendo a su Iglesia, por qué los apostolados no dan los mismos frutos que antes?

Las causas pueden ser varias; sin embargo, entre ellas, existe una que explica en gran medida este fenómeno actual. Recientemente publicamos algo sobre ella. En efecto, se trata de la tibieza(*).

El apostolado no depende tanto de las cualidades de la persona sino de su caridad, de su amor a Cristo y al prójimo. El Redentor sabía muy bien esto, por ello antes de nombrarlo su Vicario, tres veces pregunta a Pedro si lo ama. Sin ese amor no vendría la consecuencia: el fecundo proselitismo de San Pedro y el de los demás apóstoles.

¡Qué tan grande debió ser ese amor para que un puñado de pescadores trajera un cambio tan sustancial al mundo llevando el mensaje de Cristo con su predicación! Sólo el que está convencido, convence. Sin grandes medios materiales, los apóstoles transformaron un mundo al que pocas posibilidades se le advertían de modificarse.

Pero, ¿qué sucede hoy que los católicos parecen convencer a tan pocos? Sucede que hay dos factores: Hay un convenio tácito de convivir con el error, renunciando al proselitismo (que es lo mismo que renunciar a la evangelización mandada por Cristo), por un lado, y por el otro, existe una descomposición moral entre los católicos -en general- que los ha llevado a mezclar la verdad que profesan con errores doctrinales de falsas denominaciones religiosas, con fábulas superticiosas y con el relajamiento de los principios morales cristianos. Se han aggiornado al mundo y han olvidado que éste -junto con el demonio y la carne- es un enemigo del alma y que el demonio, realidad actuante, es un inventor y sembrador de fábulas entre los hombres. Es decir, han hecho alianza con esos enemigos del alma -aún sin proponérselo ni advertirlo- y se han alejado de ese amor genuino a Dios, que debiera ser y estar por encima de todas las cosas, y han caído en una mediocridad, en un antropocentrismo y en una religiosidad meramente emotiva y mediocre. "¿Amor al prójimo sin evangelizarlo? Es una falacia. ¿Evangelización sin un genuino y profundo amor a Dios? No tiene eficacia".

Todo lo anterior, sume al católico -desde el simple seglar hasta, incluso, algunos mandos eclesiásticos- en una tibieza personal y colectiva, en un dormir el sueño de los justos, en un no proclamar la verdad por temor a que duela o incomode a otros. Prefieren la coexistencia somnífera de la verdad con el error. Se proclama una fraternidad sincretista en donde todos los errores caben en un maridaje que en realidad es amasiato y traición. De este modo, la niebla va envolviendo, poco a poco, nuestra fe.

Naturalmente todo esto incide en una vida espiritual pobre o, al menos, muy alejada de la genuina espiritualidad católica. Creen amar a Dios desde una perspectiva sensible, cuando en los hechos y en las realidades diarias no se es congruentes ni con la fe ni -en ocasiones- con la moral católica. ¿Quién puede atraer de este modo a otros? Y si lo hace, será como un ciego que guía a otro.

El poder de Dios y de su Gracia están vivos y vigentes, como siempre. Todo efecto tiene una causa. El problema somos nosotros. Nuestra fe está dormida y muchas veces contaminada con los principios del mundo. Esto lleva a un enfriamiento en la caridad que se va apagando, poco a poco. El católico deja de ser levadura, ya no hay fermento social que actúe. Si no hay un cambio en el entorno, si no se observan frutos, es seguro que ya no existe esa levadura que fermenta, pues si bien la Verdad puede caer en tierra infértil o ser semilla que devoren los pájaros, cuando el mal es tan generalizado no puede decirse que no existe nada de buena tierra donde sembrar. El problema es de quien debiera sembrar y no lo hace, o lo hace mal, porque está sumido en esa tibieza y en ese amasiato con el mundo.

¿Qué hará falta para que despertemos?

(*) Tema relacionado: CONTRA LA TIBIEZA, EUCARISTÍA

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domingo, 2 de agosto de 2009

CONTRA LA TIBIEZA, EUCARISTÍA


Nos asusta el avance del ateísmo y de la indiferencia religiosa en el mundo. Pero nos debería asustar igual o más ver cómo la tibieza anida en tantos corazones cristianos.

Porque la tibieza lleva al alma a la rutina, a la indiferencia, a la frialdad, al apartamiento de las cosas de Dios.

Porque la tibieza arruina a los jóvenes, los acerca al pecado, los aleja de los sacramentos, los empequeñece en su formación católica.

Porque la tibieza lleva a los esposos a descuidar los gestos de cariño, a no rezar en la mañana o en la noche, a no ir a misa los domingos, a no confesarse más que una vez al año (o incluso más tarde), a usar anticonceptivos con excusas vanas y contra lo que enseña la Iglesia, a no tener aquellos hijos que podrían recibir amorosamente como regalo de Dios.

Porque la tibieza lleva a los trabajadores al mínimo esfuerzo, a pequeñas trampas y robos “insignificantes”, a la mentira, a crearse certificados falsos para no ir a la oficina, a arrojar palabras de crítica para que otro “baje” y uno pueda ascender.

Porque la tibieza lleva a los mismos consagrados, a los religiosos, a los sacerdotes, a pensar más en sí mismos que en las almas que tienen encomendadas, a buscar el menor esfuerzo, a rehuir los trabajos difíciles, a evitarse problemas y “enemigos” al precio de no enseñar a los hombres la belleza y la exigencia del Evangelio.

Pero la tibieza se rompe si nos acercamos al fuego, si dejamos a Dios el primer lugar en la propia vida, si tomamos la Palabra divina y la aplicamos en serio, si estudiamos (para vivirlas) las enseñanzas de la Iglesia.

La tibieza queda herida de muerte, sobre todo, si nos acercamos a la Eucaristía. Si hacemos de la Misa dominical el centro de toda la semana. Si buscamos momentos para visitar, en una iglesia, a Jesucristo presente en el Tabernáculo.

La tibieza retrocede, incluso se apaga, ante la compañía del Cordero, que da su Cuerpo, que da su Sangre, que lava, que cura, que anima, que corrige, que enseña, que susurra al corazón palabras llenas de Amor pleno.

Valen, para romper el cerco de la tibieza, las palabras sinceras y exigentes que Dios dirigió a la Iglesia de Laodicea:

“Conozco tu conducta: no eres ni frío ni caliente. ¡Ojalá fueras frío o caliente! Ahora bien, puesto que eres tibio, y no frío ni caliente, voy a vomitarte de mi boca.

Tú dices: «Soy rico; me he enriquecido; nada me falta». Y no te das cuenta de que eres un desgraciado, digno de compasión, pobre, ciego y desnudo.

Te aconsejo que me compres oro acrisolado al fuego para que te enriquezcas, vestidos blancos para que te cubras, y no quede al descubierto la vergüenza de tu desnudez, y un colirio para que te des en los ojos y recobres la vista.

Yo, a los que amo, los reprendo y corrijo. Sé, pues, ferviente y arrepiéntete. Mira que estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo.

Al vencedor le concederé sentarse conmigo en mi trono, como yo también vencí y me senté con mi Padre en su trono. El que tenga oídos, oiga lo que el Espíritu dice a las Iglesias” (Ap 3,15-22).

Autor: P. Fernando Pascual LC.
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