sábado, 5 de febrero de 2011

EL MURO (UNA REFLEXIÓN URGENTE Y NECESARIA)

A dos aguas...

Había un gran muro separando a dos grupos:

De un lado del muro estaban Dios, los ángeles y los siervos leales a Dios.
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Del otro lado del muro, estaban Satanás, sus demonios y todos los humanos que no servían a Dios.

Y encima del muro había un joven indeciso, que había sido criado en un hogar cristiano, pero que ahora estaba dudoso si continuaría sirviendo a Dios o si debería aprovechar un poco los placeres del mundo.

El joven indeciso observó que el grupo del lado de Dios lo llamaba y gritaba sin parar:

- HEY! desciende del muro ahora....Ven para acá!!!
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Mas el grupo de Satanás no gritaba ni decía nada

Esa situación continuó por un tiempo, hasta que el joven indeciso resolvió preguntar a Satanás:

- El grupo del lado de Dios está todo el tiempo llamándome para que baje del muro y quede del lado de ellos. ¿Por qué usted y su grupo no me llaman ni me dicen nada para convencerme que baje del lado de ustedes?

Grande fue la sorpresa del joven cuando Satanás le respondió:
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- Es porque el muro es MÍO.

Nunca olvides: No existe término medio. El muro ya tiene dueño. No puedes andar a dos aguas ni en medio del precipicio. La tibieza ya es casi una opción hacia el mal cuando inicia y lo es, definitivamente, en mayor o menor medida, cuando se establece.

Nos asusta el avance del ateísmo y de la indiferencia religiosa en el mundo. Pero nos debería asustar igual o más ver cómo la tibieza anida en tantos corazones cristianos.

Porque la tibieza lleva al alma a la rutina, a la indiferencia, a la frialdad, al apartamiento de las cosas de Dios.

Porque la tibieza arruina a los jóvenes, los acerca al pecado, los aleja de los sacramentos, los empequeñece en su formación católica.

Porque la tibieza lleva a los esposos a descuidar los gestos de cariño, a no rezar en la mañana o en la noche, a no ir a misa los domingos, a no confesarse más que una vez al año (o incluso más tarde), a pecados graves como usar anticonceptivos (muchos de ellos microabortivos) con excusas vanas y contra lo que enseña la Iglesia, a no tener aquellos hijos que podrían recibir amorosamente como regalo de Dios.

Porque la tibieza lleva a los trabajadores al mínimo esfuerzo, a pequeñas trampas y robos “insignificantes”, a la mentira, a crearse certificados falsos para no ir a la oficina, a arrojar palabras de crítica para que otro “baje” y uno pueda ascender.

Porque la tibieza lleva a los mismos consagrados, a los religiosos, a los sacerdotes, a pensar más en sí mismos que en las almas que tienen encomendadas, a buscar el menor esfuerzo, a rehuir los trabajos difíciles, a evitarse problemas y “enemigos” al precio de no enseñar a los hombres la belleza y la exigencia del Evangelio.

Pero la tibieza (que empieza con faltas leves para terminar en faltas graves) se rompe si nos acercamos al fuego, si dejamos a Dios el primer lugar en la propia vida, si tomamos la Palabra divina y la aplicamos en serio, si estudiamos (para vivirlas) las enseñanzas de la Iglesia.

La tibieza queda herida de muerte, sobre todo, si nos acercamos a la Eucaristía. Si hacemos de la Misa dominical el centro de toda la semana. Si buscamos momentos para visitar, en una iglesia, a Jesucristo presente en el Tabernáculo.

La tibieza retrocede, incluso se apaga, ante la compañía del Cordero, que da su Cuerpo, que da su Sangre, que lava, que cura, que anima, que corrige, que enseña, que susurra al corazón palabras llenas de Amor pleno.

Valen, para romper el cerco de la tibieza, las palabras sinceras y exigentes que Dios dirigió a la Iglesia de Laodicea:


“Conozco tu conducta: no eres ni frío ni caliente. ¡Ojalá fueras frío o caliente! Ahora bien, puesto que eres tibio, y no frío ni caliente, voy a vomitarte de mi boca.

“Tú dices: «Soy rico; me he enriquecido; nada me falta». Y no te das cuenta de que eres un desgraciado, digno de compasión, pobre, ciego y desnudo.

“Te aconsejo que me compres oro acrisolado al fuego para que te enriquezcas, vestidos blancos para que te cubras, y no quede al descubierto la vergüenza de tu desnudez, y un colirio para que te des en los ojos y recobres la vista.

“Yo, a los que amo, los reprendo y corrijo. Sé, pues, ferviente y arrepiéntete. Mira que estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo.

“Al vencedor le concederé sentarse conmigo en mi trono, como yo también vencí y me senté con mi Padre en su trono. El que tenga oídos, oiga lo que el Espíritu dice a las Iglesias” (Ap 3,15-22).
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Fuente: Adaptación de dos textos, uno anónimo y otro del P.Fernando Pascual
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