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jueves, 10 de julio de 2025

LOS YERROS EN LOS JUICIOS DEL MUNDO



“A la idolatría del dinero, que endurece los corazones y levanta odios y conflictos, el religioso (o la religiosa), por el voto de pobreza, opone el ejemplo del total desasimiento y despojo voluntario.

Ante el deseo insaciable de placeres que esclavizan, con el voto de castidad pregona que es posible dominar los sentidos, y mueve con su ejemplo a que se sometan los hogares a las sagradas leyes del matrimonio.

Ante el espíritu de independencia y emancipación que sueña con destruir toda autoridad y no quiere reconocer traba alguna, con el voto de obediencia ofrece el ejemplo de sumisión que, lejos de envilecer, ennoblece, puesto que únicamente se rinde ante Dios.

De este modo los religiosos, al vencer con sus votos el materialismo, salvan al mundo, al mismo tiempo que las almas; atraen a los hombres hacia la práctica de las virtudes cristianas: hacen más de lo debido, para que los otros se animen a hacer lo imprescindible, y además, expían por los pecados de las naciones. ¡Cómo yerra el mundo en sus juicios cuando cree que en las casas religiosas, particularmente en los conventos contemplativos, quedan sepultadas tantas vidas sin utilidad para el bien común!”.

Vida religiosa, P. Royo Marín, O. P.

domingo, 6 de julio de 2025

¿CREÉIS HABER PERDIDO LA FE? LEED ESTE ARTÍCULO



   ¡Pobres incrédulos! ¡Qué pena me dan! No todos son igualmente culpables. Distingo muy bien dos clases de incrédulos completamente distintos. Hay almas atormentadas que les parece que han perdido la fe. No la sienten, no la saborean como antes. Les parece que la han perdido totalmente. Esta misma tarde he recibido una carta anónima: no la firma nadie. A través de sus palabras se transparenta, sin embargo, una persona de cultura más que mediana. Escribe admirablemente bien. Y después de decirme que está oyendo mis conferencias por Radio Nacional de España, me cuenta su caso. Me dice que ha perdido casi por completo la fe, aunque la desea con toda su alma, pues con ella se sentía feliz, y ahora siente en su espíritu un vacío espantoso. Y me ruega que si conozco algún medio práctico y eficaz para volver a la fe perdida que se lo diga a gritos, que le muestre esa meta de paz y de felicidad ansiada.

   ¡Pobre amigo mío! Voy a abrir un paréntesis en mi conferencia para enviarte unas palabras de consuelo. Te diré con Cristo: “No andas lejos del Reino de Dios”. Desde el momento en que buscas la fe, es que ya la tienes.   Lo dice hermosamente San Agustín: “No buscarías a Dios si no lo tuvieras ya”. Desde el momento en que deseas con toda tu alma la fe, es que ya la tienes. Dios, en sus designios inescrutables, ha querido someterte a una prueba. Te ha retirado el sentimiento de la fe, para ver cómo reaccionas en la oscuridad. Si a pesar de todas las tinieblas te mantienes fiel, llegará un día –no sé si tarde o temprano, son juicios de Dios– en que te devolverá el sentimiento de la fe con una fuerza e intensidad incomparablemente superior a la de antes.  ¿Qué tienes que hacer mientras tanto? Humillarte delante de Dios. Humíllate un poquito, que es la condición indispensable para recibir los dones de Dios. El gozo, el disfrute, el saboreo de la fe, suele ser el premio de la humildad. Dios no resiste jamás a las lágrimas humildes. Si te pones de rodillas ante Él y le dices: “Señor: Yo tengo fe, pero quisiera tener más. Ayuda Tú mi poca fe”. Si caes de rodillas y le pides a Dios que te dé el sentimiento íntimo de la fe, te la dará infaliblemente, no lo dudes; y mientras tanto, pobre hermano mío, vive tranquilo, porque no solamente no andas lejos del Reino de Dios, sino que, en realidad, estás ya dentro de él.

   ¡Ah! Pero tu caso es completamente distinto del de los verdaderos incrédulos. Tú no eres incrédulo, aunque de momento te falte el sentimiento dulce y sabroso de la fe. Los verdaderos incrédulos son los que, sin fundamento ninguno, sin argumento alguno que les impida creer, lanza una insensata carcajada y desprecian olímpicamente las verdades de la fe. No tienen ningún argumento en contra, no lo pueden tener, señores. La fe católica resiste toda clase de argumentos que se le quieran oponer. No hay ni puede haber un argumento válido contra ella. Supera infinitamente a la razón, pero jamás la contradice. No puede haber conflicto entre la razón y la fe, porque ambas proceden del mismo y único manantial de la verdad, que es la primera Verdad por esencia, que es Dios mismo, en el que no cabe contradicción. Es imposible encontrar un argumento válido contra la fe católica. Es imposible que haya incrédulos de cabeza –como os decía el otro día–, pero los hay abundantísimos de corazón. El que lleva una conducta inmoral, el que ha adquirido una fortuna por medios injustos, el que tiene cuatro o cinco amiguitas, el que está hundido hasta el cuello en el cieno y en el fango, ¡cómo va a aceptar tranquilamente la fe católica que le habla de un infierno eterno! Le resulta más cómodo prescindir de la fe o lanzar contra ella la carcajada de la incredulidad.

   ¡Insensato! ¡Como si esa carcajada pudiera alterar en nada la tremenda realidad de las cosas! ¡Ríete ahora! Carcajaditas de enano en una noche de barrio chino. ¡Ríete ahora! ¡Ya llegará la hora de Dios! Ya cambiarán las cosas. Escucha la Sagrada Escritura: “Antes desechasteis todos mis consejos y no accedisteis a mis requerimientos. También yo me reiré de vuestra ruina y me burlaré cuando venga sobre vosotros el terror”. (Prov 1, 25-26). El mismo Cristo advierte en el Evangelio, con toda claridad: “¡Ay de vosotros los que ahora reís, porque gemiréis y lloraréis!” (Lc 6, 25). ¿Te burlas de todo eso? Pues sigue gozando y riendo tranquilamente. Estás danzando con increíble locura al borde de un abismo: ¡es la hora de tu risa! Ya llegará la hora de la risa de Dios para toda la eternidad.

“EL MISTERIO DEL MAS ALLA”
Antonio Royo Marín. O.P.

jueves, 23 de mayo de 2024

“NO BUSCARÍAS A DIOS SI NO LO TUVIERAS YA” – Por Antonio Royo Marín. O.P.



   ¡Pobres incrédulos! ¡Qué pena me dan! No todos son igualmente culpables. Distingo muy bien dos clases de incrédulos completamente distintos. Hay almas atormentadas que les parece que han perdido la fe. No la sienten, no la saborean como antes. Les parece que la han perdido totalmente. Esta misma tarde he recibido una carta anónima: no la firma nadie. A través de sus palabras se transparenta, sin embargo, una persona de cultura más que mediana. Escribe admirablemente bien. Y después de decirme que está oyendo mis conferencias por Radio Nacional de España, me cuenta su caso. Me dice que ha perdido casi por completo la fe, aunque la desea con toda su alma, pues con ella se sentía feliz, y ahora siente en su espíritu un vacío espantoso. Y me ruega que si conozco algún medio práctico y eficaz para volver a la fe perdida que se lo diga a gritos, que le muestre esa meta de paz y de felicidad ansiada.

   ¡Pobre amigo mío! Voy a abrir un paréntesis en mi conferencia para enviarte unas palabras de consuelo. Te diré con Cristo: “No andas lejos del Reino de Dios”. Desde el momento en que buscas la fe, es que ya la tienes. Lo dice hermosamente San Agustín: “No buscarías a Dios si no lo tuvieras ya”. Desde el momento en que deseas con toda tu alma la fe, es que ya la tienes. Dios, en sus designios inescrutables, ha querido someterte a una prueba. Te ha retirado el sentimiento de la fe, para ver cómo reaccionas en la oscuridad. Si a pesar de todas las tinieblas te mantienes fiel, llegará un día –no sé si tarde o temprano, son juicios de Dios– en que te devolverá el sentimiento de la fe con una fuerza e intensidad incomparablemente superior a la de antes. ¿Qué tienes que hacer mientras tanto? Humillarte delante de Dios. Humíllate un poquito, que es la condición indispensable para recibir los dones de Dios. El gozo, el disfrute, el saboreo de la fe, suele ser el premio de la humildad. Dios no resiste jamás a las lágrimas humildes. Si te pones de rodillas ante Él y le dices: “Señor: Yo tengo fe, pero quisiera tener más. Ayuda Tú mi poca fe”. Si caes de rodillas y le pides a Dios que te dé el sentimiento íntimo de la fe, te la dará infaliblemente, no lo dudes; y mientras tanto, pobre hermano mío, vive tranquilo, porque no solamente no andas lejos del Reino de Dios, sino que, en realidad, estás ya dentro de él.

   ¡Ah! Pero tu caso es completamente distinto del de los verdaderos incrédulos. Tú no eres incrédulo, aunque de momento te falte el sentimiento dulce y sabroso de la fe. Los verdaderos incrédulos son los que, sin fundamento ninguno, sin argumento alguno que les impida creer, lanzan una insensata carcajada y desprecian olímpicamente las verdades de la fe.

“EL MISTERIO DEL MÁS ALLÁ”

 

jueves, 18 de abril de 2024

PECADOS CONTRA EL ESPÍRITU SANTO


Los seis pecados contra el Espíritu Santo son:

 1. Desesperación.

 2. Presunción 

 3. Resistir la verdad conocida.

 4. Envidia del bien espiritual de otro.

 5. Obstinación en el pecado.

 6. Impenitencia final.


1º. La desesperación.

Entendida en todo su rigor teológico, o sea, no como simple desaliento ante las dificultades que presenta la práctica de la virtud y la perseverancia en el estado de gracia, sino como obstinada persuasión de la imposibilidad de conseguir de Dios el perdón de los pecados y la salvación eterna. Fue el pecado del traidor Judas, que se ahorcó desesperado, rechazando con ello la infinita misericordia de Dios, que le hubiera perdonado su pecado si se hubiera arrepentido de él.

2º. La presunción.

Que es el pecado contrario al anterior y se opone por exceso a la esperanza teológica. Consiste en una temeraria y excesiva confianza en la misericordia de Dios, en virtud de la cual se espera conseguir la salvación sin necesidad de arrepentirse de los pecados y se continúa cometiéndolos tranquilamente sin ningún temor a los castigos de Dios. De esta forma se desprecia la justicia divina, cuyo temor retraería del pecado.

3º. La impugnación de la verdad.

Conocida, no por simple vanidad o deseo de eludir las obligaciones que impone, sino por deliberada malicia, que ataca los dogmas de la fe suficientemente conocidos, con la satánica finalidad de presentar la religión cristiana como falsa o dudosa. De esta forma se desprecia el don de la fe, ofrecido misericordiosamente por el Espíritu Santo, y se peca directamente contra la misma luz divina.

4º. La envidia del provecho espiritual del prójimo.

Es uno de los pecados más satánicos que se pueden cometer, porque con él «no sólo se tiene envidia y tristeza del bien del hermano, sino de la gracia de Dios, que crece en el mundo» (Santo Tomás). Entristecerse de la santificación del prójimo es un pecado directo contra el Espíritu Santo, que concede benignamente los dones interiores de la gracia para la remisión de los pecados y santificación de las almas. Es el pecado de Satanás, a quien duele la virtud y santidad de los justos.

5º. La obstinación en el pecado.

Rechazando las inspiraciones interiores de la gracia y los sanos consejos de las personas sensatas y cristianas, no tanto para entregarse con más tranquilidad a toda clase de pecados cuanto por refinada malicia y rebelión contra Dios. Es el pecado de aquellos fariseos a quienes San Esteban calificaba de «duros de cerviz e incircuncisos de corazón y de oídos, vosotros siempre habéis resistido al Espíritu Santo» (Act. 7,51).

6º. La impenitencia deliberada.

Por la que se toma la determinación de no arrepentirse jamás de los pecados y de resistir cualquier inspiración de la gracia que pudiera impulsar al arrepentimiento. Es el más horrendo de los pecados contra el Espíritu Santo, ya que se cierra voluntariamente y para siempre las puertas de la gracia. «Si a la hora de la muerte –decía un infeliz apóstata– pido un sacerdote para confesarme, no me lo traigáis: es que estaré delirando».

¿Son absolutamente irremisibles?

En el Evangelio se nos dice que el pecado contra el Espíritu Santo «no será perdonado ni en este siglo ni en el venidero» (Mt. 12,32). Pero hay que interpretar rectamente estas palabras. No hay ni puede haber un pecado tan grave que no pueda ser perdonado por la misericordia infinita de Dios, si el pecador se arrepiente debidamente de él en este mundo.

Pero, como precisamente el que peca contra el Espíritu Santo rechaza la gracia de Dios y se obstina voluntariamente en su maldad, es imposible que, mientras permanezca en esas disposiciones, se le perdone su pecado.

Lo cual no quiere decir que Dios le haya abandonado definitivamente y esté decidido a no perdonarle aunque se arrepienta, sino que de hecho el pecador NO QUERRÁ ARREPENTIRSE Y MORIRÁ OBSTINADO EN SU PECADO.

La conversión y vuelta a Dios de uno de estos hombres satánicos no es absolutamente imposible, pero sería en el orden sobrenatural un milagro tan grande como en el orden natural la resurrección de un muerto.

Fray Antonio Royo Marín

sábado, 8 de julio de 2023

LOS YERROS EN LOS JUICIOS DEL MUNDO


 “A la idolatría del dinero, que endurece los corazones y levanta odios y conflictos, el religioso (o la religiosa), por el voto de pobreza, opone el ejemplo del total desasimiento y despojo voluntario.

Ante el deseo insaciable de placeres que esclavizan, con el voto de castidad pregona que es posible dominar los sentidos, y mueve con su ejemplo a que se sometan los hogares a las sagradas leyes del matrimonio.

Ante el espíritu de independencia y emancipación que sueña con destruir toda autoridad y no quiere reconocer traba alguna, con el voto de obediencia ofrece el ejemplo de sumisión que, lejos de envilecer, ennoblece, puesto que únicamente se rinde ante Dios.

De este modo los religiosos, al vencer con sus votos el materialismo, salvan al mundo, al mismo tiempo que las almas; atraen a los hombres hacia la práctica de las virtudes cristianas: hacen más de lo debido, para que los otros se animen a hacer lo imprescindible, y además, expían por los pecados de las naciones. ¡Cómo yerra el mundo en sus juicios cuando cree que en las casas religiosas, particularmente en los conventos contemplativos, quedan sepultadas tantas vidas sin utilidad para el bien común!”.

Vida religiosa, P. Royo Marín, O. P.

jueves, 20 de abril de 2023

ANTE LA IDOLATRÍA DEL DINERO, EL DESEO DE PLACERES Y EL ESPÍRITU DE REBELDÍA


“A la idolatría del dinero, que endurece los corazones y levanta odios y conflictos, el religioso (hombre o mujer), por el voto de pobreza, opone el ejemplo del total desasimiento y despojo voluntario.

Ante el deseo insaciable de placeres que esclavizan, con el voto de castidad pregona que es posible dominar los sentidos, y mueve con su ejemplo a que se sometan los hogares a las sagradas leyes del matrimonio.

Ante el espíritu de independencia y emancipación que sueña con destruir toda autoridad y no quiere reconocer traba alguna, con el voto de obediencia ofrece el ejemplo de sumisión que, lejos de envilecer, ennoblece, puesto que únicamente se rinde ante Dios.

De este modo los religiosos, al vencer con sus votos el materialismo, salvan al mundo, al mismo tiempo que las almas; atraen a los hombres hacia la práctica de las virtudes cristianas: hacen más de lo debido, para que los otros se animen a hacer lo imprescindible, y además, expían por los pecados de las naciones. ¡Cómo yerra el mundo en sus juicios cuando cree que en las casas religiosas, particularmente en los conventos contemplativos, quedan sepultadas tantas vidas sin utilidad para el bien común!”.

Vida religiosa, P. Royo Marín, O. P.

martes, 16 de agosto de 2022

"ID AL FUEGO ETERNO"


"El infierno existe, señores. Lo ha dicho Cristo. Poco importa que lo nieguen los incrédulos. A pesar de esa negativa, su existencia es una terrible realidad. Pero es conveniente que avancemos un poco más y tratemos de descubrir lo que hay en él. El catecismo, ese pequeño librito en el que se contiene un resumen maravilloso de la doctrina católica, nos dice que el infierno es “el conjunto de todos los males, sin mezcla de bien alguno”. Maravillosa definición. Pero hay otra forma más profunda todavía: la que nos dejó en el Evangelio Nuestro Señor Jesucristo en persona. Es la misma frase que pronunciará el día del Juicio final: “Apartaos de Mí, malditos, id al fuego eterno”. En esta fórmula terrible se contiene un maravilloso resumen de toda la teología del infierno".

P. Royo Marín


lunes, 11 de julio de 2022

UN BUEN RELIGIOSO ES UN GRAN EJEMPLO


“A la idolatría del dinero, que endurece los corazones y levanta odios y conflictos, el religioso, por el voto de pobreza, opone el ejemplo del total desasimiento y despojo voluntario.

Ante el deseo insaciable de placeres que esclavizan, con el voto de castidad pregona que es posible dominar los sentidos, y mueve con su ejemplo a que se sometan los hogares a las sagradas leyes del matrimonio.

Ante el espíritu de independencia y emancipación que sueña con destruir toda autoridad y no quiere reconocer traba alguna, con el voto de obediencia ofrece el ejemplo de sumisión que, lejos de envilecer, ennoblece, puesto que únicamente se rinde ante Dios.

De este modo los religiosos, al vencer con sus votos el materialismo, salvan al mundo, al mismo tiempo que las almas; atraen a los hombres hacia la práctica de las virtudes cristianas: hacen más de lo debido, para que los otros se animen a hacer lo imprescindible, y además, expían por los pecados de las naciones. ¡Cómo yerra el mundo en sus juicios cuando cree que en las casas religiosas, particularmente en los conventos contemplativos, quedan sepultadas tantas vidas sin utilidad para el bien común!”.

Vida religiosa, P. Royo Marín, O. P.


sábado, 9 de julio de 2022

LA CORRECCIÓN FRATERNA



Tomado del libro "Teología de la Caridad" del Rev. Padre Antonio Royo Marín O.P.

La corrección fraterna—tercer acto exterior de la caridad —es una excelente limosna espiritual encaminada a poner remedio a los pecados del prójimo, que constituyen la mayor de sus miserias. Santo Tomás dedica a la corrección fraterna toda una cuestión dividida en ocho artículos( II, II, 33, 1-8) . He aquí un breve extracto de su doctrina, que ampliaremos oportunamente en la segunda parte de nuestra obra.

1° La corrección fraterna es un acto que puede pertenecer a la caridad o a la justicia. Pertenece a la caridad cuando con ella tratamos de corregir el pecado ajeno en cuanto es nocivo para el propio delincuente; y a la justicia, cuando se hace para remediar el pecado del delincuente en cuanto que perjudica a las demás personas y principalmente al bien común (a.1).

2° Que estamos obligados a corregir a nuestros semejantes cuando yerran, se desprende del amor efectivo que les debemos; si tenemos obligación de socorrerles en sus necesidades corporales, con mayor razón lo estaremos en las necesidades de su espíritu. Claro está que no debe hacerse de cualquier manera, sino guardando las debidas circunstancias para su oportunidad y eficacia (a. 2). La corrección fraterna se puede omitir sin faltar a la caridad cuando se espera ocasión más oportuna o se teme que empeoraría la situación moral del delincuente o perjudicaría a otros. Pero su omisión podría constituir pecado mortal si por temor o codicia se dejara de corregir al hermano; y sería venial el retraso injustificado en realizar este acto de caridad (Ibíd., ad 3).

3° La corrección fraterna pueden y deben ejercitarla no sólo los superiores sobre los súbditos, sino incluso éstos sobre aquéllos, con tal de guardar los debidos miramientos y consideraciones y en el supuesto de que se pueda esperar con fundamento la enmienda; de lo contrario, los súbditos están dispensados de corregir y deben abstenerse de ello. Lo cual no puede aplicarse a los superiores, que tienen obligación de corregir y castigar a los que obran mal, para salvar el orden de la justicia y promover el bien común mediante el escarmiento de los demás (a. 3 y 4).

4° Incluso el pecador puede ejercitar la corrección fraterna, aunque su propio pecado sea obstáculo para la eficacia de la misma. Pero, si reprende con humildad al delincuente, no peca ni se gana doble condenación, aunque se sienta reo en su propia conciencia, o en la del hermano, del mismo pecado que reprende o de otros semejantes (a.5).

5° Cuando se prevé que la corrección empeorará la situación del pecador endureciéndole más, debe omitirse si se trata de simple corrección caritativa; pero no si se trata de una corrección judicial a cargo del superior, pues éste debe mantener el orden de la justicia y promover el bien común mediante el escarmiento de los demás (a.6).

6° En la corrección fraterna debe guardarse el orden impuesto por el Señor en el Evangelio, de suerte que, tratándose de pecados ocultos, se empiece por la amonestación secreta, se continúe ante dos o tres testigos y se haga públicamente sólo cuando hubieran resultado infructuosas las correcciones anteriores. Si se tratara de pecados públicos y conocidos de todos, habría que hacer la corrección públicamente, para que no se escandalicen los demás (viendo que quedan impunes) y escarmienten en cabeza ajena (a.7). 


sábado, 14 de agosto de 2021

LA INCREDULIDAD NO DETERMINA, EL INFIERNO EXISTE AUNQUE EL NECIO NO CREA EN ÉL


"El infierno existe, señores. Lo ha dicho Cristo. Poco importa que lo nieguen los incrédulos. A pesar de esa negativa, su existencia es una terrible realidad. Pero es conveniente que avancemos un poco más y tratemos de descubrir lo que hay en él. El catecismo, ese pequeño librito en el que se contiene un resumen maravilloso de la doctrina católica, nos dice que el infierno es “el conjunto de todos los males, sin mezcla de bien alguno”. Maravillosa definición. Pero hay otra forma más profunda todavía: la que nos dejó en el Evangelio Nuestro Señor Jesucristo en persona. Es la misma frase que pronunciará el día del Juicio final: “Apartaos de Mí, malditos, al fuego eterno”. En esta fórmula terrible se contiene un maravilloso resumen de toda la teología del infierno". 

 P. Antonio Royo Marín


viernes, 9 de julio de 2021

¿CREÉIS HABER PERDIDO LA FE? por el P. Antonio Royo Marín



 ¡Pobres incrédulos! ¡Qué pena me dan! No todos son igualmente culpables. Distingo muy bien dos clases de incrédulos completamente distintos. Hay almas atormentadas que les parece que han perdido la fe. No la sienten, no la saborean como antes. Les parece que la han perdido totalmente. Esta misma tarde he recibido una carta anónima: no la firma nadie. A través de sus palabras se transparenta, sin embargo, una persona de cultura más que mediana. Escribe admirablemente bien. Y después de decirme que está oyendo mis conferencias por Radio Nacional de España, me cuenta su caso. Me dice que ha perdido casi por completo la fe, aunque la desea con toda su alma, pues con ella se sentía feliz, y ahora siente en su espíritu un vacío espantoso. Y me ruega que si conozco algún medio práctico y eficaz para volver a la fe perdida que se lo diga a gritos, que le muestre esa meta de paz y de felicidad ansiada.  

  ¡Pobre amigo mío! Voy a abrir un paréntesis en mi conferencia para enviarte unas palabras de consuelo. Te diré con Cristo: “No andas lejos del Reino de Dios”. Desde el momento en que buscas la fe, es que ya la tienes. Lo dice hermosamente San Agustín: “No buscarías a Dios si no lo tuvieras ya”. Desde el momento en que deseas con toda tu alma la fe, es que ya la tienes. Dios, en sus designios inescrutables, ha querido someterte a una prueba. Te ha retirado el sentimiento de la fe, para ver cómo reaccionas en la oscuridad. Si a pesar de todas las tinieblas te mantienes fiel, llegará un día –no sé si tarde o temprano, son juicios de Dios– en que te devolverá el sentimiento de la fe con una fuerza e intensidad incomparablemente superior a la de antes. ¿Qué tienes que hacer mientras tanto? Humillarte delante de Dios. Humíllate un poquito, que es la condición indispensable para recibir los dones de Dios. El gozo, el disfrute, el saboreo de la fe, suele ser el premio de la humildad. Dios no resiste jamás a las lágrimas humildes. Si te pones de rodillas ante Él y le dices: “Señor: Yo tengo fe, pero quisiera tener más. Ayuda Tú mi poca fe”. Si caes de rodillas y le pides a Dios que te dé el sentimiento íntimo de la fe, te la dará infaliblemente, no lo dudes; y mientras tanto, pobre hermano mío, vive tranquilo, porque no solamente no andas lejos del Reino de Dios, sino que, en realidad, estás ya dentro de él. 

 ¡Ah! Pero tu caso es completamente distinto del de los verdaderos incrédulos. Tú no eres incrédulo, aunque de momento te falte el sentimiento dulce y sabroso de la fe. Los verdaderos incrédulos son los que, sin fundamento ninguno, sin argumento alguno que les impida creer, lanza una insensata carcajada y desprecian olímpicamente las verdades de la fe. No tienen ningún argumento en contra, no lo pueden tener, señores. La fe católica resiste toda clase de argumentos que se le quieran oponer. No hay ni puede haber un argumento válido contra ella. Supera infinitamente a la razón, pero jamás la contradice. No puede haber conflicto entre la razón y la fe, porque ambas proceden del mismo y único manantial de la verdad, que es la primera Verdad por esencia, que es Dios mismo, en el que no cabe contradicción. Es imposible encontrar un argumento válido contra la fe católica. Es imposible que haya incrédulos de cabeza –como os decía el otro día–, pero los hay abundantísimos de corazón. El que lleva una conducta inmoral, el que ha adquirido una fortuna por medios injustos, el que tiene cuatro o cinco amiguitas, el que está hundido hasta el cuello en el cieno y en el fango, ¡cómo va a aceptar tranquilamente la fe católica que le habla de un infierno eterno! Le resulta más cómodo prescindir de la fe o lanzar contra ella la carcajada de la incredulidad.  

  ¡Insensato! ¡Como si esa carcajada pudiera alterar en nada la tremenda realidad de las cosas! ¡Ríete ahora! Carcajaditas de enano en una noche de barrio chino. ¡Ríete ahora! ¡Ya llegará la hora de Dios! Ya cambiarán las cosas... El mismo Cristo advierte en el Evangelio, con toda claridad: “¡Ay de vosotros los que ahora reís, porque gemiréis y lloraréis!” (Lc 6, 25)... 

 “EL MISTERIO DEL MAS ALLA” Antonio Royo Marín. O.P.

viernes, 2 de octubre de 2020

LOS PECADOS CONTRA EL ESPÍRITU SANTO por Fray Antonio Royo Marín


En el Evangelio se nos habla de ciertos pecados contra el Espíritu Santo, que no serán perdonados en este mundo ni en el otro (cf. Mt. 12, 31-32; Mc. 3, 28-30; Lc. 12, 10). ¿Qué clase de pecados son ésos? 

Noción. 
Los pecados contra el Espíritu Santo son aquellos que se cometen con refinada malicia y desprecio formal de los dones sobrenaturales que nos retraerían directamente del pecado. Se llaman contra el Espíritu Santo porque son como blasfemias contra esa divina Persona, a la que se le atribuye nuestra santificación. 

Cristo calificó de blasfemia contra el Espíritu Santo la calumnia de los fariseos de que obraba sus milagros por virtud de Belcebú (Mt. 12, 24-32). Era un pecado de refinadísima malicia, contra la misma luz, que trataba de destruir en su raíz los motivos de credibilidad en el Mesías. 

Número y descripción.
En realidad, los pecados contra el Espíritu Santo no pueden reducirse a un número fijo y determinado. Todos aquellos que reúnan las características que acabamos de señalar, pueden ser calificados como pecados contra el Espíritu Santo. 

Pero los grandes teólogos medievales suelen enumerar los seis más importantes, que recogemos a continuación: 

 1º. La desesperación, 
entendida en todo su rigor teológico, o sea, no como simple desaliento ante las dificultades que presenta la práctica de la virtud y la perseverancia en el estado de gracia, sino como obstinada persuasión de la imposibilidad de conseguir de Dios el perdón de los pecados y la salvación eterna. Fue el pecado del traidor Judas, que se ahorcó desesperado, rechazando con ello la infinita misericordia de Dios, que le hubiera perdonado su pecado si se hubiera arrepentido de él. 

2º. La presunción, 
que es el pecado contrario al anterior y se opone por exceso a la esperanza teológica. Consiste en una temeraria y excesiva confianza en la misericordia de Dios, en virtud de la cual se espera conseguir la salvación sin necesidad de arrepentirse de los pecados y se continúa cometiéndolos tranquilamente sin ningún temor a los castigos de Dios. De esta forma se desprecia la justicia divina, cuyo temor retraería del pecado. 

3º. La impugnación de la verdad conocida, 
no por simple vanidad o deseo de eludir las obligaciones que impone, sino por deliberada malicia, que ataca los dogmas de la fe suficientemente conocidos, con la satánica finalidad de presentar la religión cristiana como falsa o dudosa. De esta forma se desprecia el don de la fe, ofrecido misericordiosamente por el Espíritu Santo, y se peca directamente contra la misma luz divina. 

4º. La envidia del provecho espiritual del prójimo,
es uno de los pecados más satánicos que se pueden cometer, porque con él «no sólo se tiene envidia y tristeza del bien del hermano, sino de la gracia de Dios, que crece en el mundo» (Santo Tomás). Entristecerse de la santificación del prójimo es un pecado directo contra el Espíritu Santo, que concede benignamente los dones interiores de la gracia para la remisión de los pecados y santificación de las almas. Es el pecado de Satanás, a quien duele la virtud y santidad de los justos. 

5º. La obstinación en el pecado, 
rechazando las inspiraciones interiores de la gracia y los sanos consejos de las personas sensatas y cristianas, no tanto para entregarse con más tranquilidad a toda clase de pecados cuanto por refinada malicia y rebelión contra Dios. Es el pecado de aquellos fariseos a quienes San Esteban calificaba de «duros de cerviz e incircuncisos de corazón y de oídos, vosotros siempre habéis resistido al Espíritu Santo» (Act. 7,51). 

6º. La impenitencia deliberada, 
por la que se toma la determinación de no arrepentirse jamás de los pecados y de resistir cualquier inspiración de la gracia que pudiera impulsar al arrepentimiento. Es el más horrendo de los pecados contra el Espíritu Santo, ya que se cierra voluntariamente y para siempre las puertas de la gracia. «Si a la hora de la muerte –decía un infeliz apóstata– pido un sacerdote para confesarme, no me lo traigáis: es que estaré delirando». 

¿Son absolutamente irremisibles?

En el Evangelio se nos dice que el pecado contra el Espíritu Santo «no será perdonado ni en este siglo ni en el venidero» (Mt. 12,32). Pero hay que interpretar rectamente estas palabras. No hay ni puede haber un pecado tan grave que no pueda ser perdonado por la misericordia infinita de Dios, si el pecador se arrepiente debidamente de él en este mundo. 

Pero, como precisamente el que peca contra el Espíritu Santo rechaza la gracia de Dios y se obstina voluntariamente en su maldad, es imposible que, mientras permanezca en esas disposiciones, se le perdone su pecado. 

Lo cual no quiere decir que Dios le haya abandonado definitivamente y esté decidido a no perdonarle aunque se arrepienta, sino que de hecho el pecador no querrá arrepentirse y morirá obstinado en su pecado. 

La conversión y vuelta a Dios de uno de estos hombres satánicos no es absolutamente imposible, pero sería en el orden sobrenatural un milagro tan grande como en el orden natural la resurrección de un muerto. 

 Fray Antonio Royo Marín

viernes, 29 de mayo de 2020

¿CREÉIS QUE HABÉIS PERDIDO LA FE? LEED LO SIGUIENTE:


¡Pobres incrédulos! ¡Qué pena me dan! No todos son igualmente culpables. Distingo muy bien dos clases de incrédulos completamente distintos. Hay almas atormentadas que les parece que han perdido la fe. No la sienten, no la saborean como antes. Les parece que la han perdido totalmente. Esta misma tarde he recibido una carta anónima: no la firma nadie. A través de sus palabras se transparenta, sin embargo, una persona de cultura más que mediana. Escribe admirablemente bien. Y después de decirme que está oyendo mis conferencias por Radio Nacional de España, me cuenta su caso. Me dice que ha perdido casi por completo la fe, aunque la desea con toda su alma, pues con ella se sentía feliz, y ahora siente en su espíritu un vacío espantoso. Y me ruega que si conozco algún medio práctico y eficaz para volver a la fe perdida que se lo diga a gritos, que le muestre esa meta de paz y de felicidad ansiada.

¡Pobre amigo mío! Voy a abrir un paréntesis en mi conferencia para enviarte unas palabras de consuelo. Te diré con Cristo: “No andas lejos del Reino de Dios”. Desde el momento en que buscas la fe, es que ya la tienes. Lo dice hermosamente San Agustín: “No buscarías a Dios si no lo tuvieras ya”. Desde el momento en que deseas con toda tu alma la fe, es que ya la tienes. Dios, en sus designios inescrutables, ha querido someterte a una prueba. Te ha retirado el sentimiento de la fe, para ver cómo reaccionas en la oscuridad. Si a pesar de todas las tinieblas te mantienes fiel, llegará un día –no sé si tarde o temprano, son juicios de Dios– en que te devolverá el sentimiento de la fe con una fuerza e intensidad incomparablemente superior a la de antes. ¿Qué tienes que hacer mientras tanto? Humillarte delante de Dios. Humíllate un poquito, que es la condición indispensable para recibir los dones de Dios. El gozo, el disfrute, el saboreo de la fe, suele ser el premio de la humildad. Dios no resiste jamás a las lágrimas humildes. Si te pones de rodillas ante Él y le dices: “Señor: Yo tengo fe, pero quisiera tener más. Ayuda Tú mi poca fe”. Si caes de rodillas y le pides a Dios que te dé el sentimiento íntimo de la fe, te la dará infaliblemente, no lo dudes; y mientras tanto, pobre hermano mío, vive tranquilo, porque no solamente no andas lejos del Reino de Dios, sino que, en realidad, estás ya dentro de él.

¡Ah! Pero tu caso es completamente distinto del de los verdaderos incrédulos. Tú no eres incrédulo, aunque de momento te falte el sentimiento dulce y sabroso de la fe. Los verdaderos incrédulos son los que, sin fundamento ninguno, sin argumento alguno que les impida creer, lanza una insensata carcajada y desprecian olímpicamente las verdades de la fe. No tienen ningún argumento en contra, no lo pueden tener, señores. La fe católica resiste toda clase de argumentos que se le quieran oponer. No hay ni puede haber un argumento válido contra ella. Supera infinitamente a la razón, pero jamás la contradice. No puede haber conflicto entre la razón y la fe, porque ambas proceden del mismo y único manantial de la verdad, que es la primera Verdad por esencia, que es Dios mismo, en el que no cabe contradicción. Es imposible encontrar un argumento válido contra la fe católica. Es imposible que haya incrédulos de cabeza –como os decía el otro día–, pero los hay abundantísimos de corazón. El que lleva una conducta inmoral, el que ha adquirido una fortuna por medios injustos, el que tiene cuatro o cinco amiguitas, el que está hundido hasta el cuello en el cieno y en el fango, ¡cómo va a aceptar tranquilamente la fe católica que le habla de un infierno eterno! Le resulta más cómodo prescindir de la fe o lanzar contra ella la carcajada de la incredulidad.

“¡Ay de vosotros los que ahora reís, porque gemiréis y lloraréis!” (Lc 6, 25)

¡Insensato! ¡Como si esa carcajada pudiera alterar en nada la tremenda realidad de las cosas! ¡Ríete ahora! Carcajaditas de enano en una noche de barrio chino. ¡Ríete ahora! ¡Ya llegará la hora de Dios para toda la eternidad!

“EL MISTERIO DEL MÁS ALLÁ ”

Padre Antonio Royo Marín. O.P.

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lunes, 1 de octubre de 2018

LOS PECADOS CONTRA EL ESPÍRITU SANTO


En el Evangelio se nos habla de ciertos pecados contra el Espíritu Santo, que no serán perdonados en este mundo ni en el otro (cf. Mt. 12, 31-32; Mc. 3, 28-30; Lc. 12, 10). ¿Qué clase de pecados son ésos?

Noción

Los pecados contra el Espíritu Santo son aquellos que se cometen con refinada malicia y desprecio formal de los dones sobrenaturales que nos retraerían directamente del pecado. Se llaman contra el Espíritu Santo porque son como blasfemias contra esa divina Persona, a la que se le atribuye nuestra santificación.

Cristo calificó de blasfemia contra el Espíritu Santo la calumnia de los fariseos de que obraba sus milagros por virtud de Belcebú (Mt. 12, 24-32). Era un pecado de refinadísima malicia, contra la misma luz, que trataba de destruir en su raíz los motivos de credibilidad en el Mesías.

Número y descripción

En realidad, los pecados contra el Espíritu Santo no pueden reducirse a un número fijo y determinado. Todos aquellos que reúnan las características que acabamos de señalar, pueden ser calificados como pecados contra el Espíritu Santo.

Pero los grandes teólogos medievales suelen enumerar los seis más importantes, que recogemos a continuación:

1º. La desesperación.
Entendida en todo su rigor teológico, o sea, no como simple desaliento ante las dificultades que presenta la práctica de la virtud y la perseverancia en el estado de gracia, sino como obstinada persuasión de la imposibilidad de conseguir de Dios el perdón de los pecados y la salvación eterna. Fue el pecado del traidor Judas, que se ahorcó desesperado, rechazando con ello la infinita misericordia de Dios, que le hubiera perdonado su pecado si se hubiera arrepentido de él.

2º. La presunción.
Que es el pecado contrario al anterior y se opone por exceso a la esperanza teológica. Consiste en una temeraria y excesiva confianza en la misericordia de Dios, en virtud de la cual se espera conseguir la salvación sin necesidad de arrepentirse de los pecados y se continúa cometiéndolos tranquilamente sin ningún temor a los castigos de Dios. De esta forma se desprecia la justicia divina, cuyo temor retraería del pecado.

3º. La impugnación de la verdad.
Conocida, no por simple vanidad o deseo de eludir las obligaciones que impone, sino por deliberada malicia, que ataca los dogmas de la fe suficientemente conocidos, con la satánica finalidad de presentar la religión cristiana como falsa o dudosa. De esta forma se desprecia el don de la fe, ofrecido misericordiosamente por el Espíritu Santo, y se peca directamente contra la misma luz divina.

4º. La envidia del provecho espiritual del prójimo.
Es uno de los pecados más satánicos que se pueden cometer, porque con él «no sólo se tiene envidia y tristeza del bien del hermano, sino de la gracia de Dios, que crece en el mundo» (Santo Tomás). Entristecerse de la santificación del prójimo es un pecado directo contra el Espíritu Santo, que concede benignamente los dones interiores de la gracia para la remisión de los pecados y santificación de las almas. Es el pecado de Satanás, a quien duele la virtud y santidad de los justos.

5º. La obstinación en el pecado.
Rechazando las inspiraciones interiores de la gracia y los sanos consejos de las personas sensatas y cristianas, no tanto para entregarse con más tranquilidad a toda clase de pecados cuanto por refinada malicia y rebelión contra Dios. Es el pecado de aquellos fariseos a quienes San Esteban calificaba de «duros de cerviz e incircuncisos de corazón y de oídos, vosotros siempre habéis resistido al Espíritu Santo» (Act. 7,51).

6º. La impenitencia deliberada.
Por la que se toma la determinación de no arrepentirse jamás de los pecados y de resistir cualquier inspiración de la gracia que pudiera impulsar al arrepentimiento. Es el más horrendo de los pecados contra el Espíritu Santo, ya que se cierra voluntariamente y para siempre las puertas de la gracia. «Si a la hora de la muerte –decía un infeliz apóstata– pido un sacerdote para confesarme, no me lo traigáis: es que estaré delirando».

¿Son absolutamente irremisibles?

En el Evangelio se nos dice que el pecado contra el Espíritu Santo «no será perdonado ni en este siglo ni en el venidero» (Mt. 12,32). Pero hay que interpretar rectamente estas palabras. No hay ni puede haber un pecado tan grave que no pueda ser perdonado por la misericordia infinita de Dios, si el pecador se arrepiente debidamente de él en este mundo.

Pero, como precisamente el que peca contra el Espíritu Santo rechaza la gracia de Dios y se obstina voluntariamente en su maldad, es imposible que, mientras permanezca en esas disposiciones, se le perdone su pecado.

Lo cual no quiere decir que Dios le haya abandonado definitivamente y esté decidido a no perdonarle aunque se arrepienta, sino que de hecho el pecador NO QUERRÁ ARREPENTIRSE Y MORIRÁ OBSTINADO EN SU PECADO.

La conversión y vuelta a Dios de uno de estos hombres satánicos no es absolutamente imposible, pero sería en el orden sobrenatural un milagro tan grande como en el orden natural la resurrección de un muerto.

Fray Antonio Royo Marín

sábado, 5 de septiembre de 2015

EL ESCÁNDALO por el P. Antonio Royo Marín

  • Escándalo es cualquier dicho, hecho u omisión que da ocasión a otro a cometer pecados


P. Antonio Royo Marín

Viste con modestia
¡Qué terrible responsabilidad, señores! ¡Empujar al pecado a otra persona! ¿Qué pensaríais, señores, de un malvado que cogiese una pistola y se pasease con ella por las calles más céntricas de la ciudad, disparando tiros a derecha e izquierda y dejando el suelo sembrado de cadáveres? Es inconcebible semejante crimen en una ciudad civilizada. ¡Ah, pero tratándose de almas eso no tiene importancia ninguna! ¿Qué importa que esa mujer ande elegantísimamente semidesnuda por la calle y que a su paso vaya con su escándalo asesinando almas, a derecha e izquierda? ¡Eso no tiene importancia ninguna: es la moda, es “vestir al día”, es el calor sofocante del verano, es que “todas van así, no he de ser yo una rara anticuada!”, etc. Pero resulta que Dios ve las cosas de otro modo, y a la hora de la muerte esa mujer escandalosa contemplará horrorizada los pecados ajenos en la película de su propia vida. ¡Cuánto se va a divertir entonces viéndose tan elegante en la pantalla! (de Dios)

Y el muchacho que le dice a su amigo: “Oye vente conmigo; vamos a bailar (ya se sabe a qué lugares y clase de bailes), vamos a ver a fulanita, vamos a divertirnos, vamos a aprovechar la juventud”, y le da un empujón a su amigo, y este monigote, para no ser menos, para no “hacer el ridículo”, como dicen en el mundo, acepta el mal consejo y se va con él y peca. ¡Ah!, en la pantalla de la vida del primero saldrá el pecado del segundo, porque el responsable principal de un crimen es siempre el inductor.

Y aquella vecina que le decía a la otra: “Tonta, ¿no tienes ya cuatro hijos? ¿Y ahora vas a tener otro? Sácatelo, y se acabó. Quédate tranquila, un hijo menos no tiene importancia alguna”. Pero ante Dios, ese mal consejo fue un gravísimo pecado, que dio ocasión a un asesinato cobarde: el aborto voluntario. Y ese crimen ha quedado recogido en las dos películas: en la de la aconsejante y en la que aceptó el mal consejo y cometió el asesinato.

¡Ah! ¡La de cosas que se verán y se oirán en la película de la propia vida, señores! ¡Cuántos pecados ajenos que resultan que son propios, porque con nuestros escándalos y malos consejos habíamos provocado su comisión por los demás!

FUENTE: “EL MISTERIO DEL MÁS ALLÁ” de Antonio Royo Marín


¿QUÉ DICE EL CATECISMO MAYOR?


¿Prohíbe también Dios en quinto mandamiento perjudicar al prójimo en la vida espiritual?
–– Sí, Dios en el quinto mandamiento prohíbe también perjudicar al prójimo en la vida espiritual con el ESCÁNDALO.
¿Qué es el escándalo?
–– Escándalo es cualquier dicho, hecho u omisión que da ocasión a otro de cometer pecados.
¿Es grave pecado el escándalo?
–– El escándalo es pecado grave porque tiende a destruir la obra más grande de Dios, que es la Redención, con pérdida de las almas; da la muerte al alma del prójimo quitándole la vida de la gracia, que es más preciosa que la vida del cuerpo, y es causa de una multitud de pecados. Por esto amenaza Dios a los escandalosos con los más severos castigos.

“CATECISMO MAYOR DE SAN PÍO X” del 416 al 418.

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martes, 10 de marzo de 2015

LA FE PERDIDA


por el padre Antonio Royo Marín

¡Esta misma tarde he recibido una carta anónima: no la firma nadie. A través de sus palabras se transparenta, sin embargo, una persona de cultura más que mediana. Escribe admirablemente bien. Y después de decirme que está oyendo mis conferencias por Radio Nacional de España, me cuenta su caso. Me dice que ha perdido casi por completo la fe, aunque la desea con toda su alma, pues con ella se sentía feliz, y ahora siente en su espíritu un vacío espantoso. Y me ruega que si conozco algún medio práctico y eficaz para volver a la fe perdida que se lo diga a gritos, que le muestre esa meta de paz y de felicidad ansiada.

¡Pobre amigo mío! Voy a abrir un paréntesis en mi conferencia para enviarte unas palabras de consuelo. Te diré con Cristo: “No andas lejos del Reino de Dios”. Desde el momento en que buscas la fe, es que ya la tienes. Lo dice hermosamente San Agustín: “No buscarías a Dios si no lo tuvieras ya”. Desde el momento en que deseas con toda tu alma la fe, es que ya la tienes. Dios, en sus designios inescrutables, ha querido someterte a una prueba. Te ha retirado el sentimiento de la fe, para ver cómo reaccionas en la oscuridad. Si a pesar de todas las tinieblas te mantienes fiel, llegará un día –no sé si tarde o temprano, son juicios de Dios– en que te devolverá el sentimiento de la fe con una fuerza e intensidad incomparablemente superior a la de antes. ¿Qué tienes que hacer mientras tanto? Humillarte delante de Dios. Humíllate un poquito, que es la condición indispensable para recibir los dones de Dios. El gozo, el disfrute, el saboreo de la fe, suele ser el premio de la humildad. Dios no resiste jamás a las lágrimas humildes. Si te pones de rodillas ante Él y le dices: “Señor: Yo tengo fe, pero quisiera tener más. Ayuda Tú mi poca fe”. Si caes de rodillas y le pides a Dios que te dé el sentimiento íntimo de la fe, te la dará infaliblemente, no lo dudes; y mientras tanto, pobre hermano mío, vive tranquilo, porque no solamente no andas lejos del Reino de Dios, sino que, en realidad, estás ya dentro de él.

¡Ah! Pero tu caso es completamente distinto del de los verdaderos incrédulos. Tú no eres incrédulo, aunque de momento te falte el sentimiento dulce y sabroso de la fe. Los verdaderos incrédulos son los que, sin fundamento ninguno, sin argumento alguno que les impida creer, lanza una insensata carcajada y desprecian olímpicamente las verdades de la fe.

No tienen ningún argumento en contra, no lo pueden tener, señores. La fe católica resiste toda clase de argumentos que se le quieran oponer. No hay ni puede haber un argumento válido contra ella. Supera infinitamente a la razón, pero jamás la contradice. No puede haber conflicto entre la razón y la fe, porque ambas proceden del mismo y único manantial de la verdad, que es la primera Verdad por esencia, que es Dios mismo, en el que no cabe contradicción. Es imposible encontrar un argumento válido contra la fe católica. Es imposible que haya incrédulos de cabeza –como os decía el otro día–, pero los hay abundantísimos de corazón. El que lleva una conducta inmoral, el que ha adquirido una fortuna por medios injustos, el que tiene cuatro o cinco amiguitas, el que está hundido hasta el cuello en el cieno y en el fango, ¡cómo va a aceptar tranquilamente la fe católica que le habla de un infierno eterno! Le resulta más cómodo prescindir de la fe o lanzar contra ella la carcajada de la incredulidad.

¡Insensato! ¡Como si esa carcajada pudiera alterar en nada la tremenda realidad de las cosas! ¡Ríete ahora! Carcajaditas de enano en una noche de barrio chino. ¡Ríete ahora! ¡Ya llegará la hora de Dios! Ya cambiarán las cosas. Escucha la Sagrada Escritura: “Antes desechasteis todos mis consejos y no accedisteis a mis requerimientos. También yo me reiré de vuestra ruina y me burlaré cuando venga sobre vosotros el terror”. (Prov. 1, 25-26). El mismo Cristo advierte en el Evangelio, con toda claridad: “¡Ay de vosotros los que ahora reís, porque gemiréis y lloraréis!” (Lc 6, 25). ¿Te burlas de todo eso? Pues sigue gozando y riendo tranquilamente. Estás danzando con increíble locura al borde de un abismo: ¡es la hora de tu risa! Ya llegará la hora de la justicia de Dios para toda la eternidad.

Título original: «¿PERDÍ LA FE?» por Antonio Royo Marín

sábado, 26 de abril de 2014

SOBRE LOS EFECTOS DE LA PASIÓN DE NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO (Y ATENTO AVISO)



ATENTO AVISO A NUESTROS LECTORES

Tomaremos unos pocos días de necesarias vacaciones y descanso. Retomaremos nuestro querido blog el próximo miércoles 30 de abril. Gracias por su comprensión.
Atte
CATOLICIDAD


LOS FRUTOS DE LA PASIÓN DE CRISTO NUESTRO SEÑOR

Tema muy útil luego de la Cuaresma.



Los frutos de la Pasión de Nuestro Señor explicados por Santo Tomás de Aquino en su Suma Teológica y resumidos por el R. P. Antonio Royo Marín en su libro Jesucristo y la vida cristiana, Madrid, BAC , 1961, páginas 335- 340, no 307- 313.

Santo Tomás expone seis efectos de la pasión de Cristo: Los cinco primeros afectan a los redimidos, y el último al mismo Cristo. Son los siguientes:

-Liberación del pecado,
-Del poder del diablo,
-De la pena del pecado,
-Reconciliación con Dios,
-Apertura de las puertas del cielo,
-Exaltación del propio Cristo.

I) Liberación del pecado

Leemos en el Apocalipsis de San Juan (1,5): “Nos amó y nos limpió de los pecados con su sangre”. “En quien tenemos la redención por la virtud de su sangre, la remisión de los pecados” (Eph I,7). Dice Cristo por San Juan, “quien comete el pecado es esclavo del pecado” (Io. 8,34). Y San Pedro dice: “cada uno es siervo de aquel que le venció” (2 Petr 2, I9). Pues como el diablo venció al hombre induciéndole a pecar, quedó el hombre sometido a la servidumbre del diablo.

Como explica Santo Tomás (III 49,1), la pasión de Cristo es la causa propia de la remisión de los pecados por tres capítulos:

a) Porque excita en nosotros la caridad para con Dios al contemplar el amor inmenso con que Cristo nos amó, pues quiso morir por nosotros precisamente cuando éramos aún enemigos suyos (Rom 5, 8-10).

Pero la caridad nos obtiene el perdón de los pecados, según leemos en San Lucas (7,47): “Le son perdonados sus muchos pecados porque amó mucho”.

b) Por vía de redención. Siendo Él nuestra cabeza, con la pasión sufrida por la caridad y obediencia nos libró, como miembros suyos, de los pecados pagando el precio de nuestro rescate; como si un hombre mediante una obra meritoria realizada con las manos, se redimiese de un pecado que había cometido con los pies.

Porque así como el cuerpo natural es uno, no obstante constar de diversidad de miembros, así toda la Iglesia, que es el Cuerpo místico de Cristo, se considera como una sola persona con su divina Cabeza[1].

c) Por vía de eficiencia, en cuanto la carne de Cristo, en la que sufrió su pasión, es instrumento de la divinidad; de donde proviene que los padecimientos y las acciones de Cristo producen por la virtud divina la expulsión del pecado.

Con su pasión nos liberó Cristo de nuestros pecados causalmente, o sea, instituyendo la causa de nuestra liberación en virtud de la cual pudieran ser perdonados los pecados en cualquier tiempo pasado, presente o futuro que sean cometidos; como si un médico preparara una medicina con la cual pudiera curarse cualquier enfermedad, aun en el futuro

La pasión de Cristo fue la causa universal de la remisión de los pecados de todo el mundo; pero su aplicación particular a cada pecador se hace en el bautismo, la penitencia y los otros sacramentos, que tienen el poder de santificarnos en virtud de la pasión de Cristo.

También por la fe se nos aplica la pasión de Cristo para percibir sus frutos, como dice San Pablo a los Romanos (3,25): “Dios ha puesto a Cristo como sacrificio propiciatorio mediante la fe en su sangre”.

Pero la fe por la que se limpian los pecados no es la fe informe, que puede coexistir con el pecado, sino la fe informada por la caridad (Gal. 5,6), para que de esta suerte se nos aplique la pasión de Cristo no sólo en el entendimiento, sino también en el afecto, es decir, en la voluntad. Y por esta vía se perdonan los pecados en virtud de la pasión de Cristo.

II) Liberación del poder del diablo

Al acercarse su pasión, dijo el Señor a sus discípulos: “Ahora es el juicio de este mundo; ahora el príncipe de este mundo será arrojado fuera, y yo, si fuese levantado de la tierra, todo lo atraeré a mí” (Juan 12, 31-32).

“Y (Cristo), despojando a los príncipes y a las potestades, los sacó valientemente a la vergüenza, triunfando de ellos en la cruz “ (Col 2,15). “para destruir por la muerte al que tenía el imperio de la muerte, esto es, al diablo” (Hebr 2,I4).

Escuchemos la hermosa exposición de Santo Tomás (III 49,2): “Acerca del poder que el diablo ejercía sobre los hombres antes de la pasión de Cristo hay que considerar tres cosas:

1-Por parte del hombre, que con su pecado mereció ser entregado en poder del diablo, que con la tentación le había superado. Y en este sentido la pasión de Cristo liberó al hombre del poder del diablo causando la remisión de su pecado.

2-Por parte de Dios, a quien ofendió el hombre pecando, y que, en justicia, fue abandonado por Dios al poder del diablo. La pasión de Cristo nos liberó de esta esclavitud reconciliándonos con Dios.

3-Por parte del diablo, que con su perversísima voluntas impedía al hombre la consecución de su salud. Y en este sentido nos liberó Cristo del demonio triunfando de él con su pasión.

Como dice San Agustín, era justo que quedaran libres los deudores que el demonio retenía, en virtud de la fe en Aquel a quien, sin ninguna deuda, había dado muerte maquinando contra El”.

Para completar la doctrina hay que añadir las siguientes observaciones:

1-El demonio no tenía antes de la pasión de Cristo poder alguno para dañar a los hombres sin la permisión divina, como aparece claro en el libro de Job (Job I,12; 2,6). Pero Dios se lo permitía con justicia en castigo de haberle prestado asentimiento a la tentación con que les incitó al pecado.

2-También ahora puede el diablo, permitiéndolo Dios, tentar a los hombres en el alma y vejarlos en el cuerpo; pero tienen preparado el remedio en la pasión de Cristo, con la cual se pueden defender de las impugnaciones del diablo para no ser arrastrados al abismo de la condenación eterna.

Los que antes de la pasión resistían al diablo por la fe en esta futura pasión podían también obtener la victoria sobre él; pero no podían evitar el descenso provisional a los infiernos [limbo de los Patriarcas, los santos del Antiguo Testamento], de lo que nos liberó Cristo con su pasión.

3-Permite Dios al diablo engañar a los hombres en ciertas personas, lugares y tiempos, según las razones ocultas de los juicios divinos. Pero siempre tienen los hombres preparado por la pasión de Cristo el remedio con que se defiendan de la maldad del diablo aun en la época del anticristo. Si algunos descuidan valerse de este remedio, esto no dice nada contra la eficacia de la pasión de Cristo[2].

Ver la suma teológica pag 490

III) Liberación de la pena del pecado

El profeta Isaías (53,4) había anunciado de Cristo: “El fue, ciertamente, quien tomó sobre sí nuestras enfermedades y cargó con nuestros dolores” con el fin de liberarnos de la pena de nuestros pecados.

“De dos maneras –escribe Santo Tomás (III 49,3)- fuimos liberados por la pasión de Cristo del reato de la pena: directamente, en cuanto que fue suficiente y sobreabundante satisfacción por los pecados del mundo entero, y, ofrecida la satisfacción, desaparece la pena; e indirectamente, en cuanto que la pasión de Cristo es causa de la remisión del pecado, en el que se funda el reato de la pena”.

Nótese lo siguiente:

Los condenados no aprovecharon ni
se unieron a la Pasión de Cristo
La pasión de Cristo produce su efecto satisfactorio de la pena del pecado en aquellas a quienes se aplica por la fe, la caridad y los sacramentos. Por eso los condenados del infierno, que no se unen a la pasión de Cristo por ninguno de esos capítulos, no perciben el fruto de la misma.

2º Para conseguir el efecto de la pasión de Cristo es preciso que nos configuremos con Él. Esto se logra sacramentalmente por el bautismo, según las palabras de San Pablo: “Con Él hemos sido sepultados por el bautismo, para participar de su muerte” (Rom 6,4). Por eso a los bautizados ninguna pena satisfactoria se impone, pues por la satisfacción de Cristo quedan totalmente liberados. Mas porque “Cristo murió una sola vez por nuestros pecados”, como dice San Pedro (I Pedro 3,18), por eso no puede el hombre configurarse segunda vez con la muerte de Cristo recibiendo de nuevo el bautismo. Esta es la razón por la cual los que después del bautismo se hacen reos de nuevos pecados necesitan configurarse con Cristo paciente mediante alguna penalidad o pasión que deben soportar. La cual, sin embargo, es mucho menor de lo que exigiría el pecado, por la cooperación de la satisfacción de Cristo.

3º La pasión de Cristo no nos liberó de la muerte corporal –que es pena del pecado-, porque es preciso que los miembros de Cristo se configuren con su divina Cabeza. Y así como Cristo tuvo primero la gracia en el alma junto con la pasibilidad del cuerpo, y por la pasión y muerte alcanzó la gloria de la inmortalidad, así también nosotros, que somos sus miembros, hemos de configurarnos primeramente con los padecimientos y la muerte de Cristo, como dice San Pablo, a fin de alcanzar con Él la gloria de la resurrección (Phil 3,10-; Rom 8,17).

IV) Reconciliación con Dios

El apóstol San Pablo dice que “fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo” (Rom 5,10).

“De dos maneras –dice Santo Tomás (III 49,4) la pasión de Cristo fue causa de nuestra reconciliación con Dios: destruyendo el pecado, que nos enemistaba con Él, y ofreciendo un sacrificio aceptísimo a Dios con la inmolación de sí mismo. Así como el hombre ofendido se aplaca fácilmente en atención de un obsequio grato que le hace el ofensor, así el padecimiento voluntario de Cristo fue un obsequio tan grato a Dios que, en atención a este bien que Dios halló en su naturaleza humana, se aplacó de todas las ofensas del género humano por lo que respecta a aquellos que del modo que hemos dicho se unen a Cristo paciente.

Porque la caridad de Cristo paciente fue mucho mayor que la iniquidad de los que le dieron muerte, y así la pasión de Cristo tuvo más poder para reconciliar con Dios a todo el género humano que la maldad de los judíos para provocar su ira”.

V) Apertura de las puertas del cielo

Venid benditos de mi Padre...
San Pablo escribe en su epístola a los Hebreos (10,19): “En virtud de la sangre de Cristo tenemos firme confianza de entrar en el santuario que Él nos abrió”, esto es, en el cielo, cuyas puestas estaban cerradas por el pecado de origen y por los pecados personales de cada uno.

Pero Cristo, en virtud de su pasión, nos liberó no sólo del pecado común a toda la naturaleza humana, sino también de nuestros pecados personales, con tal que nos incorporemos a Él por el bautismo o la penitencia (III 49, 5).

Los patriarcas y los justos del antiguo Testamento, viviendo santamente, merecieron la entrada en el cielo por la fe en la futura pasión de Cristo (Hebr 11,33), por la cual cada uno se purificó del pecado en lo que tocaba a la propia persona. Pero ni la fe ni la justicia de ninguno era suficiente para remover el obstáculo proveniente del reato de toda la naturaleza humana caída por el pecado de Adán.

Este obstáculo fue quitado únicamente por la pasión de Cristo al precio de su sangre. Por eso, antes de la pasión de Cristo, nadie podía entrar en el cielo y alcanzar la bienaventuranza eterna, que consiste en la plena fruición de Dios.

VI) Exaltación del propio Cristo

En su maravillosa epístola a los Filipenses escribe el apóstol hablando de Cristo: “Se humilló, hecho obediente hasta la muerte, y muerte de cruz; por lo cual Dios le exaltó y le dio un nombre sobre todo nombre, a fin de que al nombre de Jesús doble rodilla cuanto hay en los cielos, en la tierra y en los abismos, y toda lengua confiese que Jesucristo es Señor para gloria de Dios Padre” (Filipenses 2,8-11).

Escuchemos la bellísima explicación de Santo Tomás (III 49,6):

“El mérito supone cierta igualdad de justicia entre lo que se hace y la recompensa que se recibe. Ahora bien: cuando alguno, por su injusta voluntad, se atribuye más de lo que se le debe, es justo que se le quite algo de lo que le es debido, como “el ladrón que roba una oveja debe devolver cuatro”, como se preceptuaba en la Ley de Dios (Ex 22,1).

Y esto se llama “merecer”, en cuanto que con ello se castiga su mala voluntad. Puede de la misma manera, cuando alguno, por su voluntad justa, se quita lo que tenía derecho a poseer, merece que le añada algo en recompensa de su justa voluntad; por eso dice San Lucas: “El que se humilla será ensalzado” (Lc. 14,11).

Ahora bien: Cristo se humilló en su pasión por debajo de su dignidad en cuatro cosas:

1-En soportar la pasión y la muerte, de las que no era deudor. Y por ello mereció su gloriosa resurrección.

2-En el lugar, ya que su cuerpo fue depositado en el sepulcro y su alma descendió a los infiernos. Y por ello mereció su admirable ascensión a los cielos, según las palabras de San Pablo a los Efesios: “Bajó primero a las partes inferiores de la tierra. Pues el que descendió es el mismo que subió sobre todos los cielos para llenarlos todo” (Efesios 4,9-10).

3- En la confusión y los oprobios que soportó. Y por ellos mereció sentarse a la diestra del Padre y que se doble ente Él toda rodilla en el cielo, en la tierra y en el infierno.

4- En haberse entregado a los poderes humanos en la persona de Pilato, y por ello recibió el poder de juzgar a los vivos y a los muertos”.





Notas:

[1] Concepto de redención. En sentido etimológico, la palabra redimir (del latín re y emo =comprar) significa volver a comprar una cosa que habíamos perdido, pagando el precio correspondiente a la nueva compra.
Aplicada a la redención del mundo, significa, propia y formal justicia y de salvación, sacándole del estado de injusticia y de condenación en que se había sumergido por el pecado mediante el pago del precio del rescate.
Las servidumbres del hombre pecador. Por el pecado el hombre había quedado sometido a una serie de esclavitudes o servidumbres:
a) a la esclavitud del pecado;
b) a la pena del mismo;
c) a la muerte;
d) a la potestad del diablo, y
e) a la ley mosaica. Jesucristo nos liberó de todas ella produciendo nuestra salud por vía de redención.
¿Qué dice la Sagrada Escritura?
-“El hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y dar su vida en redención de muchos” (Mt 20, 28).
-“Se entregó así mismo para redención de todos” (I Tim 2,6)
-“Habéis sido comprados a precio; glorificad, pues, a Dios es vuestro cuerpo” (I Cor 6,20).
-“Se entregó por nosotros para rescatarnos de toda iniquidad” (Tit 2, I 499).
-“Habéis sido rescatados de vuestro vano vivir según la tradición de vuestros padres, no con plata y oro corruptible, sino con la sangre preciosa de Cristo, como de cordero sin defecto ni mancha “ (I Petr I, I8-I9).
[2] De la potestad del diablo: “Y (Cristo), despojando a los príncipes y a las potestades, los sacó valientemente a la vergüenza, triunfando de ellos en la cruz “ (Col 2,15). “para destruir por la muerte al que tenía el imperio de la muerte, esto es, al diablo” (Hebr 2,I4).