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viernes, 29 de agosto de 2025

DAR DE COMER AL HAMBRIENTO


 Cuando tenía 13 años, éramos tan  pobres, que me daba vergüenza ir a la escuela. Evitaba mirar a mis compañeros, porque nunca llevaba comida. En los recreos, al ver cómo mis compañeros sacaban su almuerzo, yo me daba la vuelta para que nadie viera ni oyera cómo me rugía el estómago. Ellos sacaban sus bocadillos, manzanas, galletas. Y en mis manos no había más que aire y una sensación de humillación que me hacía querer que me tragara la tierra. Siempre fingía que simplemente no tenía hambre, que estaba demasiado ocupado con un libro o con las conversaciones. Pero por dentro era muy duro. A veces, hasta dolía...

Y todo eso podría haberse quedado solo como mi secreto de infancia, si no fuera por una niña. Un día me tendió un trozo de su bocadillo — y en ese momento entendí lo que es la verdadera bondad. El primer día simplemente se me acercó y, en silencio, me ofreció la mitad de su almuerzo. No sabía qué decir. Me dio vergüenza, pero lo acepté. 

Desde ese día compartía comida conmigo todos los días. A veces era un panecillo, a veces una manzana, a veces un trocito de pastel que horneaba su madre. Yo comía despacio, intentando alargar aquel milagro, y por primera vez en mucho tiempo sentía que a alguien le importaba. No recuerdo si le di las gracias en voz alta. Creo que sí. Pero por dentro le daba las gracias cada día.

Y luego nos fuimos de vacaciones, y después de eso ella ya no estaba en nuestra clase. Simplemente dejó de ir a la escuela. El profesor dijo después que su familia se había mudado a otra ciudad, y no la volví a ver nunca más. 

Entonces me sentí tan mal, como si me hubieran quitado algo importante. Cada vez que en clase sonaba la campana del almuerzo, me volvía automáticamente — por si acaso entraba, se sentaba a mi lado, volvía a poner delante de mí la mitad de su bocadillo y sonreía. Pero ella no estaba.

Me sentía triste y solo. Entendía que ella fue la única que se dio cuenta de mi problema, la única que no miró hacia otro lado. Nadie más me ofrecía comida, nadie decía: «Toma, esto es para ti». Y yo me había acostumbrado tanto a su gesto pequeño, pero tan importante.

A veces cerraba los ojos y veía su rostro — bondadoso, sencillo, con esa sonrisa que te calienta por dentro. Y llevé ese sentimiento conmigo toda la infancia. Incluso cuando el dolor se fue calmando un poco, recordaba: una niña una vez me regaló no solo pan, sino la sensación de que no era invisible, de que le importaba a alguien.

Pensé que aquel recuerdo quedaría solo como una sombra de mi pasado difícil. Pero 25 años después volvió a mi vida de una manera que me puso la piel de gallina. 

Ayer mi hija pequeña volvió de la escuela. Colocaba los cuadernos sobre la mesa, luego sacó su fiambrera y, al cerrarla, dijo de pronto, como si nada:

— Papá, ¿puedes ponerme dos bocadillos mañana?

— ¿Dos? — me sorprendí. — Si nunca te terminas ni uno.

Me miró con seriedad, nada infantil:

— Es para poder  compartir otra vez mañana. En nuestra clase hay un niño… dijo que hoy no había comido nada y le di la mitad de mi bocadillo.

Me quedé inmóvil. Me pareció que el tiempo se detenía por un segundo. Un escalofrío me recorrió el cuerpo. Vi delante de mí no solo a mi hija, sino también a aquella niña de mi infancia. La que alguna vez me salvó del hambre. En su gesto sentí esa misma continuidad — como si la bondad no hubiera desaparecido, sino que hubiera seguido su camino, a través de los años, a través de las generaciones.

Y entonces entendí: quizá nunca vuelva a encontrar a aquella niña. Puede que ni siquiera se acuerde de mí. Pero su bondad no se desvaneció — siguió su camino. Se quedó viviendo en mí. Y ahora — en mi hija.

Salí al balcón y me quedé mirando el cielo durante mucho rato. Tenía ganas de llorar. Porque por dentro estaba todo a la vez — los recuerdos de una infancia difícil, la gratitud, el dolor y una especie de alegría tranquila. Recordé mis tardes de escuela, cuando me acostaba con hambre y pensaba que el mundo era injusto. Y entendí que aquella niña, con su gesto sencillo, cambió mi vida. Me enseñó a creer que, incluso cuando lo estás pasando mal, siempre habrá alguien que te tienda la mano.

No sé dónde está ahora. Quizá tenga familia, hijos. Quizá ni siquiera recuerde al chico al que alguna vez le ofrecía la mitad de su bocadillo. Pero yo sí me acuerdo. Y lo recordaré mientras viva.

Y lo sé con certeza: mientras mi hija comparta pan con otro niño, la bondad seguirá viva. En cada pequeño trozo de pan, en cada  pequeño gesto que calienta el corazón de otro.Y de solo pensarlo se me encoge  el corazón… y por primera vez en muchos años me dieron ganas de llorar.


viernes, 3 de junio de 2022

VISITAR Y CUIDAR A LOS ENFERMOS


Entre las obras de misericordia corporales, la primera invita a mirar a los demás «con los ojos de Cristo»

La enfermedad llega, con o sin tarjeta de visita. Un accidente, un día de viento, un bulto extraño en la espalda, un dolor de cabeza aparentemente inexplicable.

El enfermo empieza un camino difícil. Primero intenta conocer qué está pasando. Luego busca los remedios para curarse, si esto resulta posible, y para calmar los dolores. En ocasiones, hay esperanzas de sanación. Otras veces, recibe una noticia difícil: ha comenzado una enfermedad irreversible, que tal vez durará muchos años o que llevará pronto a la muerte.

En el camino de la enfermedad, ayuda y consuela encontrar manos amigas, consejos buenos, atenciones médicas adecuadas. Sufrir solos aumenta, para muchos, el sentimiento de pena. Sufrir acompañados por quienes nos aman de verdad alivia casi tanto o más que un calmante.

Por eso, entre las obras de misericordia corporales, la primera invita a “visitar y cuidar a los enfermos”. De este modo, quien está sano, y también quien está enfermo pero todavía puede hacer mucho, ofrecen su tiempo, su cercanía, sus palabras (cuando son oportunas), sus cuidados, a quienes conviven durante días o meses con la enfermedad.

La invitación de visitar a los enfermos viene del mismo Jesucristo. Primero, con su ejemplo: acogía y curaba a muchos enfermos que encontró a lo largo de su vida. Después, con sus palabras, al recordarnos que quien visita a un enfermo visita al mismo Cristo (cf. Mt 25,31-46).

Desde el ejemplo de Cristo, los bautizados sentimos la llamada a ser auténticos prójimos de nuestros hermanos enfermos. De modo especial, el domingo puede convertirse en un día dedicado a visitar a los enfermos.

Los cristianos que disponen de tiempo de descanso deben acordarse de sus hermanos que tienen las mismas necesidades y los mismos derechos y no pueden descansar a causa de la pobreza y la miseria. El domingo está tradicionalmente consagrado por la piedad cristiana a obras buenas y a servicios humildes para con los enfermos, débiles y ancianos.

Al cuidar y visitar a los enfermos actuamos según el buen samaritano del que nos habla Jesús en el Evangelio (cf. Lc 10,28-37), y vivimos el mensaje del amor y del servicio que se conmueve y que acompaña al otro, más allá de los propios miedos o de los planes personales. ¿No merece mi hermano gestos concretos de cariño y de ternura precisamente porque está ahora más necesitado a causa de sus sufrimientos?

Visitar y cuidar a los enfermos es la primera de las obras de misericordia corporales. Vale la pena recordarlo, para aprender a mirar a los demás “con los ojos de Cristo”, para acogerlos desde la perspectiva del Maestro que vino para servir y que atendió con tanta ternura a muchos enfermos encontrados a lo largo del camino.

Por: P. Fernando Pascual | Fuente: Catholic. net

miércoles, 31 de agosto de 2016

MI AMIGO EL IMPENITENTE (Meditación)



Un amigo de CATOLICIDAD nos envió esta meditación que les compartimos. Se trata de un suceso real reciente. Como solo Dios conoce sus justos juicios y no podemos tener certeza absoluta del destino eterno de alguna persona (salvo por Revelación especial o por la canonización), pedimos oraciones por la persona que se menciona en este escrito. Obviamente, omitimos su nombre y el del autor de esta meditación.

 Ayer murió mi amigo el impenitente. Una estupidez lo suyo, sin remedio. Nada le obligaba a la impenitencia porque por edad y enfermedad los apetitos sexuales que le unían a su pareja estaban apagados. En su días comunes, para él estaba preparada la vida de virtud.

Buen tipo si los hubo. Generoso, afable, un gordo buen amigo, alegre, simpático. Se había puesto gruñón. Contra la vida.

La diabetes le fue poniendo cerco a su libertad, el corazón con marcapasos le fue advirtiendo que el Señor venía, no como un ladrón, sino en pleno día y con aviso. Prefirió morir impenitente. O se dejó morir impenitente, porque no era el ateísmo su profesión de Fe.

Rodeado de amigos con Fe, de familia con Fe, de sacerdotes de buena Fe, se negó al camino formal. Prefirió encarar el paso sin sacramentos, sin la Gracia. Como si su sola alma pudiera pedir perdón a Dios por secretos del todo confesables en una vida como la de él.

Y hasta tuvo un hijo santo con el que deseaba reunirse. Una atrofia muscular se llevó su juventud a la tumba, y su alma al Cielo. Un hijo que eligió ofrecer su dolor, mudarse cerca de un monasterio, rezar y ser alegre, y anunciar, el día de su cumpleaños 23, que ese día marchaba con Dios, ya parapléjico. Con la alegría de saber que al día siguiente la libertad total era su destino.

Mi amigo entendió a su hijo, lo añoró y deseó su compañía futura. Pero no dio el paso para salir de la impenitencia. Escapularios y ocasionales Misas, palabras de amigos y oraciones de todos le parecían la sensible caricia de la amistad, pero no el llamado a la mejor eternidad.

Mi amigo murió impenitente, ¡vaya a saber porqué!. Un infarto lo dejó tirado en su baño, solo. Puesto en su cama le acomodaron en sus manos el Rosario que guardaba en un cajón “para que no se pierda”. Un gesto que debió haber sido significado en vida.

Me impresionó que su pública impenitencia le costará la distancia que la Iglesia puso en sus honras públicas, las que se dan a quienes entregan su alma a Dios, o la que se da a aquellos de quienes se duda. Pero mi amigo, que era bueno, murió impenitente. Pudiendo, no puso a Dios en su alma, aún queriéndolo con su corazón. Y así, como los impenitentes: de forma pública y manifiesta, con tenacidad, con terquedad. Y porque sí.

Entre el puente y el agua el suicida aún cuenta con la misericordia de Dios. Y yo cuento con que de algún modo, Dios haya encontrado el modo de salvarle también a él, a quién tantas veces le dijo “mirá que estoy viniendo, vestite de Gracia”.

Entre mi amigo y yo hay una espina: el murió impenitente, y yo abandoné mi amparo sobre su alma. Cansado de gruñidos y tardanzas, y de que no respondiera a mis explícitos pedidos de penitencia lo dejé solo, a su suerte. Y se murió. Y lo que pude hacer en vida ya no puedo hacerlo.

Porque tal vez, además de mi rezar, pude haberle acariciado las emociones un poco más, pude haber conservado la paciencia y dejado a Dios los tiempos que yo no dirijo. Pude haber sido más misericordioso con su naturaleza. Y hacer mi parte del trabajo.

La verdad es que su dureza sirvió de excusa a mi dureza. Pero yo todavía no pago, y él ya rindió su examen. Atrás iré yo, cuando llegue, y deberé explicar porqué mi corazón no se dobló de pena antes de la muerte por la suerte de su alma. Porqué contra guerras y debilidades no le dediqué un poco más a eso de que salve su alma, de que no llegue solo al puerto final.

Mi amigo el impenitente no murió solo. En parte murió con sus malas compañías, que fuimos unos cuantos como yo, que lo dejamos solo. Miserias nuestras también. Pero yo sé más que lo que él sabía. Yo sé lo que se jugaba su alma. Si para él en parte la salvación era una fábula, “una cosa que siempre se la juega otro, yo soy bueno”, yo sabía la verdad. Es tóxica esta sociedad que conoce el bien y se duerme sin hacerlo. Es tóxico saber que hay mejor vida y no proponérsela no ya a todos, sino a los amigos al menos.

Los que tantas veces pensamos en la Caridad. Los que creemos que la mejor caridad –cuando nuestro hacer parece inútil- está hecha de oraciones y deseos, y que “al menos eso hacemos, rezo por él”. Los que olvidamos que no hay caridad con descanso en la obra, sin la palabra que acompaña, sin el gesto que sostiene, sin el ladrillo que fortalece el cimiento. Los que olvidamos que frente a la muerte del impenitente ya no hay excusa para el frío de nuestro corazón, por no haber encendido antes las hogueras, antes de que muriera.


Oremos por él

domingo, 1 de junio de 2014

DESTINO DE CRUZ

LAS OBRAS DE MISERICORDIA


Tarda unos segundos en bajar el audio. Si te pide ir a Goear, actualiza de nuevo la página con F5. Escúchalo mientras miras las imágenes (luego podrás leer la letra que está más abajo).

Escuchemos esta bellísima canción argentina en la voz de Marito que si bien fue escrita para la época navideña, tiene una vigencia plena en cualquier época del año. Sirva para hacernos reflexionar en la necesidad de ver por los que poco o nada tienen y cuestionarnos con sinceridad qué hacemos por ellos. Siempre habrá algo en que se pueda ayudar, sin importar nuestra condición social ni nuestros haberes.

Dice Cristo: "Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia". El Catecismo Mayor de San Pìo X pregunta: "¿Quiénes son los misericordiosos?" para enseguida responder: "Misericordiosos son los que aman en Dios y por amor de Dios a su prójimo, se compadecen de sus miserias así espirituales como corporales y procuran aliviarlas según su fuerza y estado".

No, no nos contentemos con dar lo que nos sobra y sentirnos, así, muy "buenitos". Demos lo que necesitamos y démonos nosotros mismos. En particular, no hay más grande obra de caridad que ayudar al prójimo a llegar a Cielo.

En el mismo Catecismo se nos enseña (los paréntesis son de la Redacción y no del Catecismo):

Las principales obras de misericordia corporales son:

1.ª Visitar y cuidar a los enfermos.

2.ª Dar de comer al hambriento.

3.ª Dar de beber al sediento.

4.ª Dar posada al peregrino.

5.ª Vestir al desnudo.

6.ª Redimir al cautivo; y

7.ª Enterrar a los muertos. (No dice “cremar a los muertos”)

Las principales obras de misericordia espirituales son:

1.ª Enseñar al que no sabe. (Principalmente, la doctrina cristiana sin adulteraciones)

2.ª Dar buen consejo al que lo necesita. (Lo que supone guiarlo para que viva conforme a la ley evangélica)

3.ª Corregir al que yerra. (Especialmente en la doctrina de la Fe católica y la Moral)

4 ª Perdonar las injurias. (Algo que tanto nos asemeja a Cristo cuando lo hacemos)

5.ª Consolar al triste. (Por ejemplo, a los enfermos graves, con la verdad, es decir, la esperanza final de la salvación y el deseo de ella. No entreteniendo a un enfermo grave para que no sepa que puede o va a morir… e impidiendo con ello que reciba los sacramentos, lo que pudiera llegar a llevarlo a condenarse eternamente. En realidad es una de las mejores obras de misericordia llevarles un sacerdote a los enfermos graves o a los moribundos y es una exigencia cuando sus familiares descuidan su atención espiritual o porque no les importa ese aspecto o porque temen -según la carne- que se pueda inquietar el enfermo, ignorando que estará más "inquieto" toda la eternidad si no pone su conciencia en orden antes de morir).

6.ª Sufrir con paciencia los defectos del prójimo.

7.ª Rogar a Dios por los vivos y difuntos. (En la práctica, rezar también por las almas del purgatorio, misas de difuntos, oraciones con indulgencia a favor de las benditas almas, etc.).

Repetimos: No, no nos contentemos con dar sólo lo que nos sobra y sentirnos, así, muy "buenitos". Ni seamos de aquellos que dan caridad únicamente como una mera fórmula para ganar prestigio social, ni juzguemos a otros suponiendo que incurren en ese defecto. Sólo Dios conoce el corazón y la intención de cada uno. En cuanto sea posible, que nuestra mano izquierda no se entere lo que hace la derecha. ¡Hay tanto que podemos hacer en beneficio de una mayor equidad luchando por la justicia social en diversas empresas y preocupándonos verdaderamente de nuestro prójimo al que debemos amar! No olvidemos que también existen los pecados de omisión y de ellos daremos cuenta. Tan grave es la apatía y evitar el compromiso con los que menos tienen como, también, enarbolar su causa como un pretexto político y demagógico para fines meramente partidistas por conveniencia personal o de grupo, y/o para impulsar esquemas o sistemas sociales que la realidad ha comprobado que sólo esclavizan más al pobre, le quitan su libertad y devienen en socializar su miseria, inspirados en tesis materialistas y antirreligiosas que operan, además, contra la parte trascendente del propio hombre: su alma y su espiritualidad.  Lo peor es que estas tesis se han infiltrado incluso dentro de la propia Iglesia en detrimento de los mismos pobres y hasta son abanderadas por clérigos modernistas que rocían el marxismo con agua bendita. No, el católico verdadero ama al prójimo en Dios y por amor a Dios, y lucha por la justicia social verdadera y por el bien común. Ni el odio de clases ni la violencia fratricida pueden ser su patrimonio. Lo lamentable es que por la grave descristianización social, producto -en gran medida- de la escuela materialista, laica y atea así como por el descuido en la formación religiosa familiar, en muchos -de cualquier nivel socioeconómico- existe una apatía y un descuido por el segundo mandamiento en el que se resume la Ley: el amor al prójimo como a sí mismos, que exige el desprendimiento del propio egoísmo. Y ello es notorio -en creyentes que lo son ya sólo de nombre- desde un funcionario o ejecutivo enriquecido por la corrupción como hasta en personajes provenientes de clases económicamente bajas que también lo han hecho mediante su incursión en el crimen organizado, empleando como modus vivendi la extorsión, el secuestro, el tráfico de personas y estupefacientes, y el asesinato; sin importarles nada ni nadie más que su propio beneficio a costa de lo que sea y por encima de todo y todos. La injusticia, la corrupción y el egoísmo más profundo campean por todas partes y en todos los niveles y clases sociales. 

Hoy, más que nunca, urge difundir de nuevo los principios morales y religiosos por todos los medios en la sociedad. En la familia, en la escuela, en el templo, en los medios de comunicación, etc. Hay que crear hombres con profundas convicciones éticas y religiosas. Cierto que sobre la humanidad pesa el lastre del pecado original y que la maldad y el pecado siempre existirán en mayor o menor medida, pero nunca habían alcanzado este nivel en nuestro medio y sólo retornando al amor a Dios y al amor al prójimo se podrá detener la debacle.

¿Tú en qué forma práctica participas en ello?, ¿qué obras de caridad practicas?, ¿te preocupas por el bien común?, ¿realmente amas a tu prójimo como a ti mismo?

Analízalo y no olvides que en la tarde de la vida seremos juzgados en el amor.




 Canción de cuna navideña
Interpreta Marito.

Todos van alegres
llegó Navidad
y en mi rancho pobre
y en mi rancho pobre
tristeza solo hay.

No llores mi niño,
ya no llores más,
que nadie se acuerda,
que nadie se acuerda
que no tienes pan.

Allá en un pesebre
dicen que nació
un Niñito rubio,
rubio como el sol.

Dicen que es muy pobre,
pobre como tú,
destino de pobre,
destino de pobre,
destino de Cruz.

Cierra tus ojitos
boquita de pan,
pliega tus alitas,
pliega tus alitas
y duérmete ya.

Repican campanas
llegó navidad,
duérmete mi cielo,
duérmete mi cielo,
mi cielo, sin pan.

Allá en un pesebre
dicen que nació
un Niñito rubio,
rubio como el sol.

Dicen que es muy pobre,
pobre como tú,
destino de pobre,
destino de pobre,
destino de Cruz.

Destino de pobre,
destino de pobre,
destino de Cruz.