sábado, 19 de mayo de 2012

LA MADRE DEL SALVADOR, ASOCIADA A SU OBRA REDENTORA Por el P. Réginald Garrigou-Lagrange O.P.

Nuestra dulcísima corredentora


La Iglesia no sólo llama a María Madre de Dios, sino también Madre del Salvador. En las letanías lauretanas, por ejemplo, después de las invocaciones de Santa Madre de Dios y Madre del Creador, se lee: Madre del Salvador, ruega por nosotros.

No existe aquí, como algunos han podido pensar, y lo veremos después, una dualidad que disminuiría la unidad de la Mariología en la que dominan dos principios distintos: Madre de Dios y Madre del Salvador, asociada a su obra redentora. La unidad de la Mariología se mantiene porque María es Madre de Dios Redentor o Salvador. De la misma manera que los dos misterios, el de la Encarnación y el de la Redención, no constituyen una dualidad que disminuiría la unidad del tratado de Cristo o Cristología, pues se trata de la Encarnación redentora; el motivo de la Encarnación está suficientemente indicado en el Credo, en donde se dice que el Hijo de Dios descendió del cielo para salvarnos: Qui propter homines et propter nostram salutem descendit de coelis (Símbolo niceno-constantinopolitano).

Veamos cómo María, por su consentimiento, se convirtió en Madre del Salvador y, seguidamente, por su cualidad de Madre del Salvador, cómo se asoció a su obra redentora.

María llegó a ser la Madre del Salvador por su consentimiento.

El día de la Anunciación la Santísima Virgen dio su consentimiento a la Encarnación redentora cuando el arcángel Gabriel le dijo (Lc. 1, 31): ‘He aquí que concebirás en tu seno y darás a luz a un hijo al que le pondrás por nombre Jesús’, que quiere decir Salvador.

Con toda seguridad, María no ignoraba las profecías mesiánicas y en particular las de Isaías, que anunciaban claramente los sufrimientos redentores del Salvador prometido. Pronunciando su Fiat el día de la Anunciación, aceptó generosamente desde ese momento todos los dolores que les ocasionaría, a Ella y a su Hijo, la obra de la redención.

Supo de modo más explícito lo que serían esos sufrimientos unos días más tarde, cuando el santo anciano Simeón dijo: Ahora, Señor, deja partir a tu siervo en paz, según tu palabra, pues mis ojos han visto tu salud, que tú preparaste ante la faz de todos los pueblos (Lc 2, 29-30).

Entonces comprendió más profundamente la parte que debía tener en los sufrimientos redentores, cuando el santo anciano añadió: Este niño está en el mundo para caída y resurrección de muchos en Israel y será un signo de contradicción. A ti misma, una espada atravesará tu corazón.

Este niño será signo de contradicción...y a ti
una espada atravesará tu corazón
Un poco más adelante se dice en San Lucas (2, 51) que María guardaba todas estas cosas en su corazón; el plan divino se esclarece progresivamente por su fe contemplativa, iluminada por el don de inteligencia, cada vez más penetrante.

María se convirtió, pues, voluntariamente, en la Madre del Redentor como tal, comprendiendo siempre mejor que el Hijo de Dios se hacía hombre por nuestra salvación, como dirá el Credo.

Desde entonces se unió a Él como sólo una Madre y una Madre santísima puede hacerlo, con una perfecta conformidad de voluntad y de amor por Dios y por las almas.

Es la forma especial que toma en Ella el precepto supremo : Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas, con todo tu espíritu y al prójimo como a ti mismo (Deum 6, 5; Lc 10, 27). Nada más sencillo, más profundo y más grande.
 
La Tradición lo ha comprendido perfectamente, puesto que no ha dejado de decir: Como Eva estuvo unida al primer hombre en la obra de perdición, María se unió al Redentor en la obra de la reparación.

LAS PROFECÍAS MESIÁNICAS

La Madre del Salvador comprendía cada vez mejor cómo debía cumplir su obra redentora. Le bastó con acordarse de las profecías mesiánicas bien conocidas por todos. Isaías había anunciado las humillaciones y los sufrimientos de Mesías, que los soportaría para expiar nuestras faltas, que sería la inocencia misma y que conquistaría las multitudes por medio de su muerte generosamente ofrecida.

David, en el salmo 22: Dios mío Dios mío, ¿porqué me has abandonado?, describió la oración suprema del Justo por excelencia, su grito de angustia en el anonadamiento y, al mismo tiempo, su confianza en Dios, su llamada suprema, su apostolado y sus efectos en Israel y entre las naciones. Mará conocía, evidentemente este salmo y lo meditaba en su corazón.

Daniel (7, 13-14) ha descrito también el reino del Hijo del hombre, el poder que le será conferido: le fue otorgado el dominio, la gloria y el reino, y todos los pueblos, naciones y lenguas le servirán. Su dominio será un dominio eterno que no pasará, y su reino nunca será destruido.

Toda la Tradición ha visto en este Hijo del hombre, así como en el hombre de dolor de Isaías, al Mesías prometido como Redentor.

María, que no ignoraba estas promesas, se convierte al dar su consentimiento el día de la Anunciación en la Madre del Redentor como tal. De este consentimiento: hágase en mí según tu palabra, depende todo lo que sigue en la vida de la Santísima Virgen, como toda la vida de Jesús depende del consentimiento que dio al entrar en este mundo cuando dijo: No quisiste sacrificio ni ofrenda, sino que me diste un cuerpo… Heme aquí que vengo, Oh Dios, para hacer tu voluntad (Heb 10, 6, 7).

Los Padres afirman igualmente que nuestra salvación dependía del consentimiento de María, que concibió a su Hijo en espíritu antes de concebirle corporalmente.

Puede objetarse que un decreto divino como el de la Encarnación no puede depender del libre consentimiento de una criatura, que podría no haberlo dado.

La teología responde: Según el dogma de la Providencia, Dios quiso eficazmente y previó infaliblemente todo el bien que, de hecho, sucedería en el transcurso de los tiempos. Quiso, pues, eficazmente y previó infaliblemente el consentimiento de María, condición para que se realizase el misterio de la Encarnación. Desde toda la eternidad Dios, que todo lo obra con fortaleza y suavidad, decidió otorgar a María una gracia eficaz que le haría dar este libre consentimiento, saludable y meritorio.

Del mismo modo que hace florecer los árboles, Dios hace florecer también nuestra libre voluntad haciéndola producir estos buenos actos; lejos de violentarla, la actualiza y produce en ella y con ella el modo libre de nuestros actos, que es, a pesar de ello, libre de serlo; este es el secreto de Dios todopoderoso.

De la misma manera que por obra del Espíritu Santo María concibió al Salvador sin perder la virginidad, así también por la moción de la gracia eficaz, dio infaliblemente su Fiat sin que su libertad quedase en nada lesionada, disminuida; muy al contrario, por el contacto virginal de la moción divina de la libertad de María, ésta consintió muy espontáneamente en su libre consentimiento dado en nombre de la humanidad.

Este Fiat era totalmente de Dios como causa primera, y totalmente de María como causa segunda. De la misma manera, una flor o un fruto son totalmente obra de dios como creador de la naturaleza, y productos del árbol que los tiene, como causa segunda.

En el consentimiento de María vemos un ejemplo perfecto de lo que dice Santo Tomás: Como la voluntad de Dios es soberanamente eficaz, no sólo se sigue la realización de lo que Dios quiere (eficazmente), sino que se realiza como Él lo quiere, y quiere que ciertas cosas sucedan necesariamente, y que suceden otras libremente: del hecho de que nada se resiste a la voluntad eficaz de Dios se sigue que no sólo se realiza lo que quiere, sino que se realiza ya sea necesariamente, ya libremente, como Él lo quiere.

María, por su Fiat dado el día de la Anunciación, resulta, pues, voluntariamente la Madre del redentor como tal.

Toda la Tradición lo reconoce al llamarle la nueva Eva. Efectivamente, no podía serlo más que si, por su consentimiento, se convirtiera en la Madre de Salvador para cooperar en la obra redentora, como Eva, al consentir en la tentación, llevó al primer hombre al pecado que le hizo perder para él y para nosotros la justicia original.

Algunos protestantes han objetado: los antepasados de la Santísima Virgen pueden, de este modo, ser llamados padre o madre del Redentor y decirse de ellos que estuvieron asociados a su obra redentora. Es fácil responder diciendo que sólo María fue iluminada para que consintiese en convertirse en la Madre del Salvador y se asociase a su obra de salvación; sus antepasados no sabían que el Mesías nacería de su propia familia. Santa Ana no podía prever que su hija sería un día la Madre del Salvador prometido.

(Tomado de R. Garrigou-Lagrange, La Madre del Salvador, cap. 5 art. 1.)
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