lunes, 16 de marzo de 2015

LA VIRGEN DE LA ANUNCIACIÓN por Mons. Fulton J. Sheen


Hoy vamos a tratar uno de los más hermosos temas que puedan existir: el misterio de María Virgen y Madre.

 Una mujer puede conservar su virginidad por uno de estos tres motivos:

a) Por no haber tenido ocasión de casarse;

b) Por no haberlo querido hacer;

c) Por haber prometido a Dios mantenerse pura, aun teniendo mil ocasiones de casarse.

María, la Madre de Dios, fue Virgen por el tercer motivo. Se enamoró de Dios en su primera infancia. Fue un amor bello y absoluto, primero y último, principio y fin.

Creo que Nuestra madre hizo voto de virginidad por considerarse indigna del inmenso honor de dar vida al Salvador del mundo. Sin embargo, ya poseía un título de preferencia sobre otras mujeres, toda vez que en la Biblia se leía que el Señor descendería de la casa de David (el gran Rey que había vivido siglos antes), y María pertenecía a dicha estirpe real.

¿Cómo sabemos que María hizo voto de castidad? Por su respuesta al arcángel San Gabriel.

Descendió el Ángel desde la luz deslumbradora del trono de Dios para aparecerse a la Niña recogida en oración, y se verificó la Anunciación, pues por vez primera, al cabo de los siglos, se dio la buena nueva. Hasta entonces se había hablado de la caída del hombre, por culpa de una mujer; desde aquel día, el Anuncio sería el de la regeneración del hombre por medio de una Mujer.

Un Ángel fue el que la saludó. El Embajador de Dios, acostumbrado a que los hombres le rindiesen honores, esta vez no dio órdenes, sino que saludó a María con estas palabras: “Dios te salve, llena de gracia,” queriendo significar la primera parte del saludo “alégrate,” y también “la paz sea contigo.” Las otras palabras, “llena de gracia,” significan “admirable” y “llena de todas las virtudes.” Era casi como una afirmación por la que el Ángel de Dios la declaraba el objeto de la Divina Complacencia.

Y la humilde Doncella se sorprendió menos de la aparición del Mensajero Divino que del saludo y del inesperado tono del divino aprecio.

Poco después, al visitar a su prima Santa Isabel, oiría que le preguntaba: “¿Cómo es que viene a visitarme la Madre de mi Señor”. Pero en la visita del mensajero celestial, le correspondía a María preguntar: “¿Por qué viene a verme el Ángel de mi Señor?” Y el Ángel se apresuró a exponerle el motivo de la visita.

Ella debería cumplir en sí misma lo que el profeta Isaías había anunciado siete siglos antes: “Una Virgen habrá de concebir y dar a luz un hijo que se llamará Emmanuel (Dios con nosotros). El Ángel, haciendo una clara alusión a esa profecía, le dijo: “Concebirás en tu seno y darás a luz un hijo, al que pondrás por nombre Jesús. Este será grande y será llamado Hijo del Altísimo; el Señor Dios le dará el trono de David, su Padre, y reinará para siempre en la casa de Jacob, y su reino no tendrá ya fin” (San Lucas, 1, 30-33).

Este gran honor constituyo un grave problema para María, que había hecho voto a Dios de su cuerpo y de su alma. Según ella, no habría podido ser nunca madre, y por eso dijo: “No conozco a ningún hombre,” como si dijera: No deseo conocer a ningún hombre.

La Biblia no habla nunca del matrimonio con términos sensuales, sino como “conocimiento”. Por ejemplo: “José no conoció a María” (San Mateo 1, 19). “Adán conoció a Eva y ésta concibió” (Génesis 4,1).

Y eso era por entender Dios que el marido y la mujer deben estar unidos como la mente con lo que conoce. Saben ustedes, por ejemplo, que dos y dos son cuatro, y no nos ponemos a pensar en nada que se interponga entre el pensamiento y ese hecho.

Su brazo no está tan unido al resto del cuerpo como una cosa conocida a su mente. Así es el lazo indisoluble entre marido y mujer.

Por dicho motivo, dijo María: “¿Cómo podrá ser así si no conozco a hombre alguno?” María no dijo: “No me he de casar y por tanto nunca podré ser la madre de Jesús”: eso hubiera sido desobedecer al Ángel que le había pedido fuese Madre.

Tampoco dijo la Virgen: “No quisiera casarme, pero cúmplase la voluntad de Dios”, porque eso no hubiera sido permanecer fiel a sí misma y a su voto. María deseaba ilustrarse acerca de su obligación; pero como hasta entonces siempre habían sido incompatibles la maternidad y la virginidad, ¿cómo resolvería Dios la cuestión? Su objeción a la natividad virginal tenía una base científica. Ciertamente que no podría ser cosa natural, sino sobrenatural. Dios podría hacerlo, pero ¿cómo?

Mucho antes de que la Biología pusiese su interrogante sobre la posibilidad de la maternidad de una virgen ya lo puso María con el clásico “¿cómo?”

El ángel le repuso que en su caso se produciría el nacimiento sin el contacto de un hombre, sin amor humano, aunque no sin Amor Divino, porque la Tercera Persona de la Santísima Trinidad, el Espíritu Santo, que es el Amor de Dios, bajaría a Ella, y el que naciera de ella sería “el Hijo de Dios”.

María vio al instante que esto le permitiría mantener su voto.

Ella no buscaba otra cosa que amar a Dios.

En el momento en que el Espíritu de Amor prendió en su alma de manera que concibió a Cristo en ella misma, debió quedar en arrobamiento de éxtasis, cosa que tratan en vano de conseguir las criaturas humanas cuando resultan dos en una sola carne.

En el amor humano, el éxtasis se produce primeramente en el cuerpo y luego, indirectamente en el alma.

El Amor de Dios debió inflamar de tal modo el corazón, el cuerpo y el espíritu de la Virgen, que fue posible decir de ella cuando nació Jesús: “Este es el Hijo del Amor”.

Como supo que el Amor de Dios sustituiría al amor humano y que sería Madre permaneciendo Virgen, en el gran misterio de la vida, María dio su consentimiento: “Hágase según tu palabra”, es decir, quiero lo que quiere Dios con su sabiduría.

En aquel instante fue concebido el Verbo: “El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros”. Antes de la caída, la mujer fue sacada del hombre extasiado en el sueño. Ahora nace el Hombre de la Mujer en el éxtasis del espíritu.

De la Anunciación se desprende una de las verdades más sublimes del mundo: la vocación de la mujer para los supremos valores religiosos.

María vino al mundo para restablecer la primitiva misión de la mujer, la de ser la portadora de Dios a la humanidad.

Toda mamá que da a luz a una nueva criaturita, lo hace porque Dios infunde el alma a cada recién nacido, y de este modo la nueva mamá es una cooperadora de la Divinidad, es decir, participa de lo que sólo Dios puede dar.

Así como el Sacerdote hace bajar al Salvador Crucificado al altar en el momento de la consagración, de igual manera cada madre hace descender a la tierra en el nacimiento, según el orden de la creación, al espíritu salido de las manos de Dios.

Por eso dice León Bloy: “Una mujer, cuanto más mujer, más santa es”.

No es que las mujeres sean más religiosas que los hombres por naturaleza. Eso es razonar como los hombres que han hecho dejación de sus ideales.

Tanto el hombre como la mujer han recibido de Dios su propia misión y se complementa el uno y la otra, como el arco y el violín.

Cada uno puede tener su representación en el orden de la naturaleza. El hombre cabe compararlo al “animal” por su deseo de poseer, por su movilidad e iniciativas.

La mujer se parece a la “flor”, colocada entre el cielo y la tierra; es, por su maternidad, como la tierra, y es cielo por su aspiración a crecer hacia arriba, hacia Dios.

La característica del hombre es la iniciativa; lo propio de la mujer es la cooperación.

El hombre coopera con la naturaleza; la mujer, con Dios.

El hombre fue designado para cultivar la tierra: “regirás la tierra”; la mujer, para ser portadora de la vida que viene de Dios.

El recóndito deseo de la mujer en la historia, el deseo secreto de todo corazón femenino, tuvo cumplimiento en el instante en que dijo María al Ángel “fiat”, hágase en mí según tu palabra. Esta es la más noble de las cooperaciones. Aquí está la esencia del feminismo: en la aceptación, la resignación y la sumisión: “Cúmplase en mí”. La joven que permanece soltera y cuida a su madre con su “fiat” de renunciamiento y sacrificio; la esposa que acepta al esposo en la unión de la carne; la Santa que sobrelleva las crucesitas que el Señor opone en su camino, y esta Mujer Única que somete su alma al Divino misterio de llevar en su seno a Dios hecho hombre, con grados diversos en la hermosa representación de la mujer, de su sublime vocación en la entrega total para la aceptación de los designios Divinos y de la sumisión a lo que viene del cielo.

María se llamó a sí misma la Esclava del Señor, y eso es toda mujer. El no serlo, disminuye su propia dignidad.

Los momentos menos dichosos para el corazón de una mujer son aquellos en los que no puede dar; los momentos más diabólicos son aquellos en los que “rehúsa” dar.

Si a una mujer se le niega toda satisfacción en la urgente necesidad de dar, se resiente de una sensación profunda de vacío más intensa que cuanto pueda experimentar el hombre.

Cuando una mujer presta su ayuda a las misiones, reza por el mundo, visita a los enfermos en sus horas libres de negocios y ocupaciones, ofrece sus servicios en los hospitales, tiene cuidado de sus hijitos, queda satisfecha porque cumple su misión de colaboradora de Dios.

La liturgia habla de la mujer como cumplidora del misterio del amor. Y amar no quiere decir tener, tener en propiedad y poseer, sino que significa darse, no pertenecerse ya, sino renunciarse a sí misma. Darse toda a los demás.

La mujer puede amar a Dios a través de las criaturas o directamente como hizo María; pero para sentirse feliz debe llevar a Dios al hombre.

En el “misterio del amor” toda mujer siente necesidad, no ya de la unión corpórea, sino del alma.

El hombre habla de cosas; la mujer, de personas.

El hombre se deja llevar por el amor al placer; la mujer, por el placer del amor, y su signo es el enriquecimiento que con él le viene al alma.

En ese instante apasionado, la mujer alcanza la plenitud de su ser por amor de Dios.

Como se subordina la tierra a la necesidad de la semilla para la obtención de las cosechas; como el enfermero se somete a las necesidades del enfermo para curarlo; como la mujer acepta las exigencias de la carne por el amor de los hijos; así acepta María la divina voluntad por la redención del mundo.

Y el sacrificio está estrechamente ligado a la sumisión.

Sumisión que, por otra parte, no es pasividad sino acción activa con olvido de sí mismos.

La mujer está hecha para lo que es Sagrado, es instrumento del cielo en la tierra. María es el máximo ejemplo, el modelo que reúne en sí las más profundas aspiraciones del corazón de toda hija de Eva.

Virginidad y maternidad no son tan inconciliables como a primera vista pudieran parecer.

Toda virgen tiende a madre y toda madre tiende a virgen.

Toda virgen siente necesidad de llegar a ser madre o física o espiritualmente, porque si no crea una vida de mamá, de enfermera, de maestra, su corazón se siente a disgusto, apenado, como un navío gigante en aguas de poco fondo.

La mujer tiene vocación de engendrar la vida, ya sea en la carne, ya en el espíritu mediante la conversión.

Por otra parte, toda mujer y madre llora su virginidad, no por querer recuperar lo que ha dado, sino para poder dar otra vez con mayor intensidad, más piadosamente y con mayor sentido de lo divino.

En toda virginidad hay algo incompleto, no dado, retenido.

En toda maternidad hay algo perdido, algo dado y tomado irrevocablemente.

Pero en la virginidad de María nada se retuvo; todo se sometió y nada se tomó en Su Maternidad.

Mies sin pérdida de semilla – otoño en eterna primavera-, sumisión sin despojo – ¡Virgen Madre!

¡Melodía única salida del violín de la creación de Dios sin rotura de cuerdas!...

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