viernes, 22 de enero de 2010

EMPEZÁIS DESPEDAZANDO CRUCES...


Escrito que reproducimos por todos aquellos que intentan arrancar los crucifijos de todas las escuelas.

El célebre Gilbert K. Chesterton, en su obra La Esfera y la Cruz, narra lo siguiente:

Cuando el avión vuela sobre la catedral de Londres, el profesor suelta una blasfemia contra la cruz.

-"Estoy pensando si esta blasfemia te ayuda en algo le dice el monje"-. Escucha esta historia:

Conocí a un hombre como tú; él también odiaba al crucifijo; lo elimino de su casa, del cuello de su mujer hasta de los cuadros; decía que era feo, símbolo de barbarie, contrario al gozo y a la vida. Pero su furia llegó a más todavía: un día trepó al campanario de una Iglesia, arrancó la cruz y la arrojó desde lo alto.

Este odio acabó transformándose primero en delirio y después en locura furiosa. Una tarde de verano se detuvo, fumando su pipa ante una larguísima empalizada; no brillaba ninguna luz, no se movía ni una hoja, pero creyó ver la larga empalizada transformada en un ejercito de cruces, unidas entre sí colina arriba y valle abajo. Entonces, blandiendo el bastón, arremetió contra la empalizada, como contra un batallón enemigo.

A lo largo de todo el camino fue destrozando y arrancando los palos que encontraba a su paso. Odiaba la cruz, y cada palo era para él una cruz. Al llegar a casa seguía viendo cruces por todas partes, pateó los muebles, les prendió fuego, y a la mañana siguiente lo encontraron cadáver en el río"

Entonces el profesor, mordiéndose los labios, mira al anciano monje y le dice: "Esta historia te la has inventado tú". "Sí, respondió Miguel, acabo de inventarla; pero expresa muy bien lo que estáis haciendo tú y tus amigos incrédulos. Comenzáis por despedazar la cruz y termináis por destruir el mundo".

Ver comentarios abajo:
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2 comentarios:

  1. ¿Puede haber acaso un cristianismo sin cruz? ¿Puede uno ser discípulo de Cristo sin cargar su propia cruz, es decir, sin asumir las exigencias de la vida cristiana, sin querer vivir la obediencia a las enseñanzas del Señor y de la Iglesia, sin querer abrazar incluso el dolor y el sufrimiento para ofrecerlo como una participación en el sufrimiento del Señor?. La respuesta es un rotundo "¡No!". El Señor dijo claramente: «El que no carga su cruz y me sigue detrás, no puede ser mi discípulo»; y dijo también: «si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él solo; pero si muere, da mucho fruto».

    No podemos olvidar que Cristo murió crucificado. De ese modo el cristianismo quedó para siempre asociado a la Cruz. Y dado que un discípulo busca asemejarse a su maestro, si queremos ser como Cristo, si queremos ser de Cristo, hemos de seguirlo en todo, no sólo en lo que nos resulta fácil, cómodo y agradable, no sólo mientras me pida algo que está dentro del límite de lo que estoy dispuesto a dar, sino también cuando me pide cargar con una cruz que no es la que a mí me gusta, cuando las cosas en la vida cristiana se me hacen "cuesta arriba", difíciles y exigentes. Quien quiera ser discípulo, ha de vivir intensamente en su vida el dinamismo de la Cruz, que el Señor Jesús inauguró para nosotros: morir a todo lo que es muerte para renacer a la Vida verdadera.


    ¡No pocas veces nuestra primera reacción ante la cruz es querer huir, es no querer asumirla, porque nos cuesta! La fuga se da de muchos modos: evadir las propias responsabilidades y cargas pesadas, ocultar mi identidad cristiana para no exponerme a la burla y el rechazo de los demás, no defender o asistir a quien me necesita por "no meterme en problemas" o hacerme de una "carga", no asumir tal apostolado que me da más trabajo, no perdonar a quien me ha ofendido porque me cuesta vencer mi orgullo, etc.

    Otras veces, al no poder evadir el sufrimiento, no queremos sino deshacernos de la cruz, arrojarla lejos, más aún cuando la cruz la llevamos por mucho tiempo o nos pide una gran dosis de sacrificio: "¡hasta cuándo, Señor! ¡Basta ya!" Hay quien perdiendo el aguante y con rebelde actitud frente Dios opta por apartarse de Él.

    La actitud adecuada ante la cruz es asumirla plenamente, con paciencia, confiando plenamente en que Dios sabrá sacar bienes de los males, buscando en Él la fuerza necesaria para soportar todo su peso y llevar a pleno cumplimiento en nosotros su amoroso designio. El mismo Señor nos ha enseñado a acudir incesantemente a la oración para ser capaces de llevar la cruz.

    Asimismo hemos de pedir a Dios la gracia para vivir la virtud de la mortificación , entendida como un aprender a sufrir pacientemente -sobre todo ante hechos y eventos que escapan al propio control- y un ir adhiriendo explícitamente los propios sufrimientos y contrariedades -todo aquello penoso o molesto para nuestra naturaleza o mortificante para nuestro amor propio- al misterio del sufrimiento de Cristo.

    También hemos de tener presente que "No hay viernes de Pasión sin domingo de Resurrección", y viceversa.

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  2. "¿No podría volver a poner el crucifijo en la pared, por favor? ¿No nota lo triste y vacía que queda la clase sin tener la cruz?”



    Una escena imaginada. El funcionario llega, entre aburrido y molesto, a cumplir órdenes.

    Entra en un aula. Sube encima de una silla. Retira el crucifijo. Lo mete en un saco de correos. Luego, al aula siguiente, a repetir la misma maniobra.

    En una de las clases hay una niña de 10 años. Se pone en la puerta y mira a los ojos al funcionario, con aire entre suplicante y retador.

    “Señor, no lo haga, se lo suplico”.

    “¿Por qué, mocosa?”

    “Porque es mi Amigo, porque es mi esperanza, porque Jesús murió en una cruz por usted y por mí. ¡No quites el crucifijo!”.

    “Tengo que cumplir órdenes. Venga, apártate y ve a jugar con los demás niños”.

    La niña queda a un lado. El funcionario entra, sube a la silla, toma el crucifijo y lo mete en la bolsa.

    Siente que unos ojos le observan, le taladran. Por unos momentos, ha recordado que él, de niño, aprendió a rezar con las manos juntas ante una cruz que tenía junto a la cama.

    Casi empieza a sentir vergüenza de su gesto. Pero se repone y baja de la silla.

    Camina hacia la puerta. La niña sigue allí. Sus ojos están rojos. Las lágrimas han dejado manchadas las mejillas.

    El funcionario nota que un escalofrío baja por su espalda. Se acerca a la niña. Con un pañuelo de papel, le seca las lágrimas.

    “Mira, hija, en la vida todos tenemos que cumplir órdenes. A mí me ha tocado este trabajo. A ti te toca estudiar. Además, ¿verdad que para vosotros esa cruz ya no decía nada? ¿No tienes entre tus amigos niños musulmanes o de otras religiones? Es que el mundo cambia...”

    La niña murmura, con voz entrecortada, lo que tiene en su corazón: “Jesús me ama, le ama a usted, ama a los musulmanes, ama a los ateos. Es bueno, tan bueno que muere en la cruz. ¿No podría volver a poner el crucifijo en la pared, por favor? ¿No nota lo triste y vacía que queda la clase sin tener la cruz?”

    Los gritos aumentan por el pasillo. Pronto el pequeño ejército de niños ocupará los asientos de la clase. Casi todos notarán un nuevo y extraño vacío en la pared que está junto a la pizarra.

    Una niña estará en clase entre lágrimas, mientras un funcionario lleva hacia el coche, con un respeto al que hacía tiempo no estaba acostumbrado, un saco lleno de cruces.

    Esas cruces esconden una larga historia. Porque durante años y años, en España y en tantos rincones del planeta, millones de niños podían mirar en el aula hacia una cruz. Recordaban así que hubo un Hombre muy bueno que murió por los pecadores. Se llamaba Jesús, el Hijo del Padre y el Hijo de María.

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